Johannesburgo, Sudáfrica
Que Suráfrica 2010 será el Mundial de los contrastes es una verdad que desde ya, a cuatro días de la inauguración, se puede afirmar con absoluta certeza. Caminando por Sandton, en el centro financiero de Johannesburgo, la sensación de país desarrollado se percibe en el glamur de sus locales comerciales, lujosos hoteles y rascacielos, y carros ostentosos que van y vienen por sus pulcras avenidas. También en las amplias y modernas autopistas que serpentean en los accesos a la capital, iluminadas y perfectamente señalizadas.
Pero a pocos kilómetros de la gran urbe las brechas conmueven. La otra cara de la nación de Nelson Mandela aparece con toda su crudeza. Las barriadas, con sus casas de cartón piedra y zinc, se multiplican entre montañas de basura. Vastos terrenos baldíos son recorridos a pie por decenas de personas y en la vera de los ríos hombres y mujeres lavan sus ropas, exprimiéndolas contra las piedras. Para esta Suráfrica rural la Copa del Mundo será un evento próximo y lejano a la vez: el balón representa una pasión para la abrumadora mayoría negra, capaz de agolparse a las puertas de un estadio para ver un partido amistoso, y, al tiempo, es un elemento que enrostra sin piedad las profundas diferencias sociales, siempre en el lindero del gran show.
Los carros lucen banderas surafricanas en los espejos retrovisores. La tradición de los “viernes de fútbol”, en la que los surafricanos salen a trabajar con la camiseta de su selección debajo de trajes y vestidos, motivó a los más escépticos. Y en las cercanías de Mandela Square los turistas aportan el colorido necesario para que el ambiente multicultural, propio de estos torneos, construya la burbuja perfecta durante el próximo mes.
Se puede pasar del primer al tercer mundo con solo cruzar una acera. A pocas cuadras del Centro de Convenciones de Sandton, donde tendrá lugar el Congreso de la FIFA esta semana, un grupo grande de obreros trabaja en turnos redoblados para culminar obras. La sensación de provisionalidad se respira también en los alrededores del Soccer City, el fastuoso escenario en el que se abrirá y cerrará el telón de la Copa, y solo la buena disposición de los voluntarios amaina la desazón que produce la ausencia de sistemas eficientes de comunicación, vitales en el trabajo periodístico.
Hay motivos para que las dudas respecto a la organización tengan fundamento. Ayer, en el choque de preparación que disputaron Nigeria y Corea del Norte en Makulong (a unos 40 kilómetros de Johannesburgo), el caos y la inseguridad estuvieron a punto de derivar en una tragedia de grandes proporciones. Una multitud de aficionados, con entradas en las manos, se quedó en las afueras del pequeño estadio, aglomerada en un espacio reducido. Hubo reacciones violentas y cargas policiales, con un saldo de más de 20 heridos. La FIFA no tardó en emitir un comunicado para desmarcarse de la responsabilidad por lo ocurrido, pero los hechos evidenciaron una vez más que, fuera de las zonas de protección que los responsables locales ofrecen, hay peligros auténticos y garantías mínimas.
Suráfrica invirtió 3.000 millones de dólares para organizar el primer Mundial en suelo africano. Es una cifra que no reducirá los índices de inseguridad, ni las altas cifras de ciudadanos infectados con el virus del VIH. Pero, a partir del viernes y en el lapso de un mes, se hablará mucho más de este país que en toda su historia reciente. Puede que, tras las bambalinas de la gran verbena universal, alguna mirada apunte hacia la periferia y el contraste se cargue de sentido.