lunes, 27 de febrero de 2012

El rico y el descamisado

En el hogar de la Federación crecen dos hijos. Casi contemporáneos, no reciben un trato igualitario. Uno goza de los mimos del padre, ve complacidos sus gustos y pasa buena parte de sus días en el exterior gastando a cuenta de una tarjeta de crédito sin límites ni control cambiario; el otro suda para llegar a final de mes, con cobradores que acechan en la puerta de una casa con goteras, paredes sin frisar y delincuentes que la apedrean para hacerle pagar una culpa que desconoce. El primero es el orgullo del patriarca, la cara alegre de un núcleo familiar disfuncional; el segundo es la vergüenza, el sucio oculto debajo de la alfombra, el retrato que se guarda en el armario cuando llegan las visitas.

Vinotinto y torneo local. La cara y la cruz del fútbol venezolano. El sueño de llegar a un Mundial, la cohesión social y el símbolo de pertenencia que convive con la mala gestión, la desorganización y la ausencia de visión futurista. Dos polos opuestos. La alucinación del oasis en medio del desierto más hostil. Una relación desigual, ilógica y desnortada que regala una caricia por cada diez cachetadas. 

La selección es el único camino y el objetivo prioritario. Para quienes controlan la actividad es la fuente primaria de recursos y reconocimiento. Ellos, de manera directa, destinan capitales y esfuerzos para alimentar al producto que mejor los representa. Pero también los que sostienen la actividad interna, los que cargan con los sueldos de técnicos y jugadores, aquellos que soportan el peso de un campeonato que siempre acaba con los números en rojo, contribuyen a que el equipo nacional se consolide. Todos para uno y uno para ninguno. Con ese grito de guerra, lo normal es que no queden mosqueteros.

Las más recientes actuaciones de los clubes criollos en la Copa Libertadores abrieron un debate en redes sociales y medios de comunicación acerca del tan cuestionado nivel doméstico y su incidencia en los resultados internacionales. La discusión no trasciende más allá. Es un tema tabú del que no se conversa porque causa escozor. La piedra molesta en el zapato que algunos quieren sacarse, otros no notan y la mayoría ignora que está entre su pie y el suelo. 

Las goleadas son apenas un reflejo. La manchita en la piel que anuncia la dolencia pero no la enfermedad misma. Hay asuntos mucho más contundentes que, aunque están a la vista de todos, siguen habitando el espacio de la inanidad. No se sabe si el doliente es el afectado o viceversa. Cuando llega el momento de asumir posturas, la aceptación es la norma y la pro actividad una rareza que surge fugaz para oponerse al poder. Mientras tanto, los fuegos de artificio de la Vinotinto hacen el ruido suficiente para tapar el quejido lastimero de los desheredados. 

A quien pone el dedo en el ojo se le califica de catastrofista. Da igual si después de cada curso un proyecto quiebra, la violencia se apodera de los estadios o quedan familias a la deriva por las deudas impagas. Siempre habrá un partido de la selección para pintarnos un panorama ficticio, mejorar el ranking de la FIFA y generar aquellos comentarios externos que hablan de “lo mucho que ha evolucionado el fútbol venezolano” desde el más profundo desconocimiento.

El miércoles en Málaga habrá muchos motivos para el orgullo cuando Venezuela se mida a España. Será el día de ponerse las galas y rendir honores al hijo aventajado. El otro observará a la distancia con el regusto amargo de quien no tiene con qué vestirse para asistir a la fiesta.

Columna publicada en el diario El Nacional (27/02/12)

lunes, 20 de febrero de 2012

Hijos ilustres

A Juan Arango no lo nombrarán ciudadano ilustre de la impronunciable Moenchengladbach, con todo y que su excelente momento futbolístico podría llevar al club alemán a reverdecer glorias perdidas. Pero sí podría serlo de Maracay, la patria chica en la que nació hace 31 años y cuyo gentilicio representa cada vez que su estampa recorre el planeta. 

Tampoco Tomás Rincón será convocado para un acto oficial en el que reciba las llaves de la ciudad de Hamburgo, pero bien pudo haber sido reconocido por las autoridades de San Cristóbal después de figurar en el once ideal de la pasada Copa América. Al segundo capitán de la selección le llueven elogios por su capacidad de lucha, temperamento y por la continuidad alcanzada en un conjunto al que llegó sin seguros de vida. Hoy es una pieza indiscutible.

El fútbol venezolano de la última década, amparado en el fenómeno Vinotinto, se llenó de conceptos y factores de pertenencia que se arraigaron con fuerza en nuestra sociedad. Es un suceso de generación de identidad con un peso mayor que cualquier símbolo patrio, y de efecto irreversible. Asociarse al éxito eleva la autoestima y la proyección de la utopía del país posible que cada triunfo de un jugador criollo genera en sus coterráneos, produce más cohesión que una proclama política. Muchos lo han entendido así; otros, con el antifaz de la ignorancia por delante, viven a contramano, enflechados, en una burbuja de poder que les hipertrofia el ego y empantana la inteligencia.

Cada gol de Miku Fedor o Salomón Rondón en España le da sentido a la venezolanidad desde su misma esencia. Se trata de una afinidad emocional exenta de patrioterismo. Lo mismo ocurre con los logros de Roberto Rosales en Holanda, el reconocimiento de Giancarlo Maldonado en México y hasta con las actuaciones de Fernando Amorebieta en Bilbao, aceptado como un embajador más aunque hable con acento castizo y no cante el himno nacional de carrerilla.

Ese nuevo escenario ha sido entendido por los medios de comunicación, alumbrando un cambio positivo en la jerarquización informativa. Hace relativamente poco era común que las ligas europeas acapararan espacios en diarios, secciones deportivas de noticiarios en radio y televisión, y hasta en las celebraciones multitudinarias en plazas y centros de concentración popular. Un malentendido que, por su incidencia educativa sobre los receptores, ha sido elemento de distorsión en los valores de identidad nacional. Las actuales camadas de periodistas están marcadas por este estado de cosas y han derivado en multiplicadores del nuevo mensaje. El efecto sobre los consumidores de noticias es visible aunque no medie un estudio sociológico que lo respalde de modo tangible.

Zamora hizo la mejor campaña de su historia en el primer semestre de 2011. Su estilo se hizo referencia y Chuy Vera, el entrenador que obró la gesta, fue elevado a la cumbre de la popularidad. Clasificó a la Copa Libertadores y puso a Barinas en el mapa de Venezuela y Suramérica. Un beneficio para la ciudad y motivo de orgullo para su gente. 

Ninguno de los protagonistas directos recibió honores cuando el club de camiseta blanquinegra debutó en la Libertadores hace seis días. El alcalde de Barinas, investido de personaje macondiano, homenajeó a Juan Román Riquelme, santo y seña de Boca Juniors, el rival. Un episodio con antecedentes en el pasado que no tuvieron repercusión. 

Las muestras de rechazo que sucedieron al hecho fueron la confirmación del novedoso escenario. Una excelente noticia, aunque el pródigo hijo ilustre de la capital llanera todavía ría recordando el paripé. 

Columna publicada en el diario El Nacional (20/02/12)

lunes, 13 de febrero de 2012

Cerrar el partido

El discurso futbolero, en voz de protagonistas directos, aficionados o con la amplificación estandarizada de los medios de comunicación, está cargado de lugares comunes e inexactitudes. La repetición de los tópicos convierte falacias en frases de uso cotidiano y vulgariza la prosa del balón. Hablamos de “poner toda la carne en el asador” cuando un equipo debe arriesgar para buscar el empate o la victoria. Al gol, suele sucederle esa especie de mantra heredado del Sur que “la manda a guardar” sin que apenas nos detengamos a comprender sus acepciones.

Del mismo modo, repetimos que un jugador cualquiera fue expulsado porque era el “último hombre” cuando el reglamento no marca esa condición en ninguna de sus normas; identificamos a los marcadores de punta con largo recorrido como “carrileros”, olvidando que el término alude específicamente a los laterales-volantes en un sistema prácticamente en desuso; o, para honrar el nombre de Carlos Salvador Bilardo, definimos como “stoppers” a los zagueros centrales que se mueven en los costados de una línea de tres, cuando el concepto es propio de la casi extinguida marca personal y no de la extendida y masificada defensa en zona.

En tiempos recientes se ha puesto de moda un concepto que, de ser una composición musical, aparecería en los primeros puestos del Billboard: cerrar el partido. De confusa definición, generalmente alude a la capacidad de un conjunto para asegurar un resultado que conviene a sus intereses o, en caso contrario, a su impericia para ponerle el candado a la puerta del traspié. Un cambio a pocos minutos de concluir el compromiso se hace para “cerrar el partido”; y si un entrenador no es capaz con sus variantes de sostener un objetivo fue porque, abrumado por la situación, no supo cómo “cerrarlo”.

La definición en sí misma luce clara y contundente, pero expresada de esa forma resulta ambigua y vacía. La dinámica del fútbol plantea desafíos constantes para el que participa del juego. Quienes ejecutan deben resolver situaciones, decidir en segundos y cumplir con tareas que varían de acuerdo a si se está en fase defensiva o viendo cómo someter al rival con el cuero. El entrenador, cuya influencia se limita a mover piezas o propiciar cambios anímicos en las charlas del entretiempo, carece del poder para suspender el choque en un limbo que lo haga controlable.

El panorama real es muy distinto al de los juegos electrónicos cuya incidencia en el lenguaje y la percepción del mundo puede inducir a distorsiones. En la cancha, el futbolista sabe que el premio por los tres puntos comenzará a paladearlo una vez entre en el vestuario y que, si bien la jerarquía puede ayudar a elegir la mejor vía para asegurar un triunfo, el contrario siempre le exigirá el grado máximo de concentración e intensidad hasta que se cumpla el tiempo reglamentario.

Hay equipos que condicionan el trámite y sus intereses a partir de la posesión de la pelota; otros optan por cederla y guarecerse en las cercanías del área para proteger su arco. Cualquier alternativa es válida. Ninguna funciona como seguro contra terceros. La magia del juego en mucho se vincula a su propia incertidumbre.

Cuando le digan que “dos contra uno es falta”, que el “palo habilita” o que llegó la hora de la “lotería de los penales’, encienda las señales de alerta y sospeche del emisor. Y si alguien pretende cerrarle el partido antes de que se acabe, acuda al lugar común más efectivo para estas ocasiones: al que no hace, le hacen.

Columna publicada en el diario El Nacional (13/02/02)


jueves, 9 de febrero de 2012

Maestro en la eternidad

Su andar lento y sus pies gambetos asomaron desde el inverosímil fondo de una tienda de ropa barata. Sonriente, con el bigote inconfundible dibujado a carboncillo sobre el rostro cobrizo y un sinfín de puntos blancos en su barba de dos días, el saludo de don Víctor Pignanelli se había hecho costumbre en el centro de Porlamar. La educación de caballero inglés del entrenador uruguayo y su voz de declamador arrabalero seducían a todo el que identificaba el rostro de quien comandaba el sueño del desaparecido Pepeganga Margarita.

No había manera de escapar al encanto de su gentileza, su sonrisa fácil y la humildad de sus gestos. Dueño de un verbo y de una capacidad para analizar el juego envidiables, tenía el don de no hacer distingos con sus interlocutores. Podía ser gentil delante de una cámara de televisión, tanto como derrochar amabilidad y paciencia para atender a un aprendiz de periodista.

Llegó a Colombia con el resplandor de la época de El Dorado y allí fijó su cuartel de bonhomía. No se le recuerda tanto en las canchas como haciendo uso del micrófono, ya retirado, en el papel de comentarista de radio. En eso se ganó un prestigio y el cartel de “maestro” que lo acompañaría a todas partes.

La utopía que reflejaba su mirada, a la vez pícara y melancólica, lo llevó a nuestro fútbol como técnico del Deportivo Táchira, primero, y luego como cabecilla de aquel Pepeganga que causaba tanta hilaridad por su denominación como por los resultados que obtenía. Antes de desaparecer, el equipo se clasificó a una Libertadores disputando sus partidos en el estadio de béisbol de Guatamare, robando segunda antes de meter el centro entre left y center field.

El paso a la selección llegó como consecuencia del prestigio que se había labrado. Dirigió a la Vinotinto en la Copa América de Chile ‘91 y fue parte del grupo de héroes que en el Defensores del Chaco paraguayo le robó a Brasil el cupo para los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Era un tipo tan cercano y entrañable, que resultaba una tentación acercársele para hablar de cualquier cosa. Devoraba el cigarrillo con fruición y así alimentaba la hoguera de la que salía su voz de ultratumba. Una tarde, en el complejo que la Federación Chilena tiene en Santiago, se sentó para hablar del debut en aquella Copa y acabó dando consejos en manga corta de cómo combatir el invierno del Sur a la ristra de desprevenidos que lo rodeábamos.

Fue padre del “Monaguitas” y descubridor de Alexander Bottini. Con Minerven avanzó hasta lo impensable en la Copa Libertadores antes de dar sus últimos pasos como entrenador en Venezuela. Se fue de forma inmerecida, tomando sus últimos sorbos de aire entre el olvido y la indigencia.

Gracias don Víctor, dondequiera que esté. Que se haya ido no significa que se le olvide.

Columna publicada en el diario Líder (16/09/2006)

lunes, 6 de febrero de 2012

El asunto es de ritmo

Caracas se despidió la semana pasada de la Copa Libertadores. Zamora y Táchira comenzarán su andar este mes y los pronósticos indican que será una tarea ciclópea trascender de fase. Por la poca jerarquía y profundidad de sus planteles –desventajas notorias respecto a los rivales del continente– y por el debilitamiento progresivo que los equipos venezolanos han sufrido en el último lustro. Los prejuicios argumentales deben quemarse en la hoguera de los lugares comunes. El ritmo, hijo del bajo nivel en la competencia interna, es la causa de todos los males.

El torneo ha acusado el golpe bajo de la expansión y el constante tráfago de promesas al exterior. La “uruguayización” del fútbol nacional conduce a una merma de calidad incontestable. Los veteranos son una referencia y un recurso necesario para armar conjuntos ganadores aun en el cénit de sus carreras. Y los noveles se ven obligados a dar saltos hacia la alta exigencia de manera extemporánea. En el centro, una clase media (que incluye buena parte de los jugadores extranjeros) que sirve para completar plantillas y diluye el rigor para los más fuertes.

Son diversos los factores que condicionan el ritmo interno, duramente examinado en los más recientes partidos de la selección y en la serie Caracas-Peñarol. El físico es uno de ellos, pero no el único ni el más importante. La preparación en este apartado en los clubes grandes está bien cubierta, pero la disparidad entre la elite y el resto no eleva el listón para los más aptos. Ir al máximo de tus capacidades cuando el rival plantea obstáculos menores es un desafío mayor que hacerlo ante iguales. De allí que duelos como Lara-Caracas o Mineros-Táchira puedan ofrecer grandes dosis de intensidad, pero acaban siendo excepciones, pequeñas escalas en un viaje largo en el que sobran los parajes anodinos. 

La condición técnica de los intérpretes es otro aspecto a considerar. Nadie puede imprimir un ritmo alto a su propuesta sin elementos capaces de ejecutar con precisión en velocidad. El movimiento de la pelota marca los tiempos en el juego; el de los hombres, abre los caminos para que abunden las opciones en quienes la conducen. Con la diáspora constante de valores el medio se resiente. Las reservas de talento pagan la deuda externa pero acrecientan el déficit cualitativo del campeonato local. El cobrador del frac aparece, implacable, en cada choque internacional.

El estado de las canchas también cuenta en este compendio de razones. La herencia de la Copa América 2007 dejó escenarios aptos, aunque no todos conservan el brillo que tuvieron cuando fueron estrenados. Sin buenos terrenos que permitan el despliegue óptimo de recursos, el estatus del espectáculo se altera. En esto también hay contrastes: la alfombra de Cabudare contra el erial del Brígido Iriarte; el magnífico paño de Cachamay vs el campo minado de El Vigía.

Hay también un componente anímico que incide en el rendimiento deportivo. El apoyo de las hinchadas, ese grito que baja desde las tribunas y estimula el esfuerzo, condiciona la respuesta de los jugadores. Las aficiones se han incrementando en varias plazas, pero la carencia de una organización que compense a los fieles con una puesta en escena mejor trabajada, minimiza las oportunidades de crecimiento.

El fútbol venezolano sale a bailar a ritmo de bolero cada domingo. Fuera del país, el merengue está de moda y los que no saben seguir los pasos están destinados a ver la fiesta desde un rincón. O por televisión.

Columna publicada en el diario El Nacional (6/02/2012)