Johannesburgo, Sudáfrica
Para Bert Van Marwijk, el seleccionador holandés que se confiesa admirador del juego del Barsa, el fin justifica los medios. Y los medios son la raíz de esta versión utilitaria que volverá a disputar la final de una Copa del Mundo después de 32 años. No hay nada de qué avergonzarse ni Van Marwijk es el anticristo. Pero, como Brasil hace dos décadas, renunció a un estilo histórico a favor de metas más tangibles que el simple hedonismo.
Holanda no deslumbra pero es eficiente. No busca el gol a partir de la imposición conceptual. Saca petróleo de lo mínimo y, solo en ventaja, permite que los tulipanes abran sus pétalos. Así ha sido en todo su trayecto surafricano y bajo esa línea buscará su primera corona el domingo. La autocomplacencia que aparcó a generaciones brillantes en el pasado dio paso a un espíritu gremial en el que todos, hasta los más dotados, se sacrifican por el colectivo. Es el fútbol total entendido en dos dimensiones: la ofensiva y la defensiva, con prioridad para la segunda.
Por primera vez, la Naranja no necesita jugar bien para ganar. Ni tampoco ha requerido de la mejor versión de Arjen Robben. Allí están Wesley Sneijder – junto a David Villa, los futbolistas más determinantes del torneo – y Dirk Kuyt, el héroe silencioso que debería recibir una orden real si su equipo se consagra campeón dentro de tres días. Como tantas otras veces, el triunfo puede validar aquello que se mira con prejuicio. Con o sin razón.