La dura y aleccionadora derrota en Santiago dejó mensajes contundentes. Chile fue una aplanadora, una máquina sincronizada de movimientos, circulación rápida de pelota y talento colectivo. Delante de semejante desafío, la respuesta vinotinto fue caótica, incoherente, desordenada. Para un ciclo que roza los seis años de trabajo, la conclusión no puede remitir solo a una mala noche o a la superioridad manifiesta del rival. El balance debe profundizar en detalles que definieron al equipo en el momento cumbre de las eliminatorias y lo llevaron a la capitulación.
Venezuela fue doblegada en el discurso que mejor conoce. Las búsquedas de los últimos tiempos, dirigidas a mejorar el funcionamiento en fase ofensiva, fueron sublimadas a un plan conocido por el grupo. Desactivar al oponente, reducir los espacios de maniobra y cerrar líneas de pase. Apostar por la recuperación y salida rápida para llegar al arco enemigo. Una bitácora que rindió excelentes prestaciones en la Copa América de Argentina y que fue aplicada como planteamiento inicial en algunos choques de visitante.
Bien sea por la elección de los nombres o por una incorrecta ejecución de lo planificado, la Vinotinto quedó desnuda en sus carencias, inhábil para competir en el nivel de exigencia que una clasificación mundialista demanda. Desbordada ante la mejor selección del continente, su incapacidad para seguir el diseño del partido la puso en cruda evidencia. Digan lo que digan las matemáticas, Brasil 2014 quedó a la misma distancia sideral que los chilenos establecieron como medida actual de su fútbol y el de este país.
Nadie puede pensar que César Farías desconociese el nivel de su oponente, que no siguiese con detalle cada puesta en escena de Jorge Sampaoli o que algo de lo que Chile puso en práctica lo sorprendiese. Los métodos elegidos para minimizar los efectos fueron, como siempre, fruto del seguimiento a los rivales que este cuerpo técnico patentó como método. La gran tara estuvo en su aplicación, en la forma cómo los futbolistas ejecutaron la estrategia y sus propias capacidades para atender a la imprevisibilidad del juego.
Tampoco en la reacción del segundo tiempo cuando la selección presionó algo más arriba, produjo el gol mal anulado de Salomón Rondón y llegó a discutir la posesión del balón, hubo exenciones en la descompensación vinotinto. En el intercambio de golpes del complemento, cuando Chile usó el registro de las transiciones como arma ofensiva, hubo un número mayor de situaciones de riesgo en el arco venezolano.
Esto no inclina las responsabilidades de un lado o de otro, sino que las democratiza. Algo no debe andar bien cuando el discurso y su difusión dejan de estar en sintonía. Las formas hicieron que el fondo derivara en práctica vacía, carente de contenido. Como si el manual, tantas veces aplicado, hubiese extraviado algunas de sus páginas clave. O quizás se trate más bien de cierto descreimiento en quien debe aplicarlo, cuestión natural en ciclos longevos, marcados por la erosión en las relaciones internas.
Allí, en esa disfunción que apareció en Santiago pero que ya ocasionó descontento en otros momentos –nunca exteriorizados ni por el entrenador ni por los jugadores– aparecen algunas de las explicaciones que la opinión pública busca. Los síntomas podrían referir a un desgaste que, probablemente, nadie reconocerá abiertamente.
Ganarle a Perú mañana podría ser un buen atenuante al crítico momento presente. El tiempo dirá si será también el penúltimo capítulo de una historia con más momentos de gloria que desventuras.
* Columna publicada en el diario El Nacional (09/09/2013)