A los 14 años, cuando la vida comienza a tejer los hilos de la personalidad, Rafael Dudamel ya era un jugador de carácter. Serio, con un talante que apreciaban los compañeros e intimidaba a los rivales, defendía el arco de la selección de Venezuela en uno de aquellos recordados Mundialitos que tanto fervor popular generaron dos décadas atrás. Ya entonces empujaba a gritos a sus defensores y la expresión en su rostro tras la derrota era la del competidor insaciable a quien nada más que el triunfo valía para consolarlo.
Dudamel, apartando tópicos y minimizando frases hechas, se hizo a sí mismo. Construyó en paralelo al arquero y al personaje: uno entraba en simbiosis con el otro, retroalimentándose para sobrevivir en el mundo de la alta exigencia. Y triunfó. Primero en el fútbol profesional con la camiseta de la ULA Mérida en la que fue compañero de Richard Páez y otros históricos; después, cuando emigró a Colombia para construir una de las carreras más brillantes de jugador alguno nacido en el país.
Fue un precursor. Cuando disputó con Deportivo Cali la final de la Copa Libertadores de América de 1999 contra Palmeiras, ya era una figura consagrada. Desde los 18 años, en la Copa América de Chile 91, se convirtió en convocado habitual a la selección. Los contrastes entre una realidad y otra no lo apartaron nunca de la Vinotinto. Podía salir en hombros de un estadio bogotano y en pocos días retornar golpeado de una goleada en un partido de eliminatorias. Pero siempre estuvo. Por eso, que formara parte de la generación que transformó todo y hoy permite soñar con una clasificación mundialista, llegó como un reconocimiento a lo mucho que entregó en los años más grises.
Siempre tuvo un discurso claro para explicar el juego. Su voz era requerida para entender planteamientos y leer escenarios. Que se hiciera entrenador luego de agotar su carrera activa con el Real Esppor era una consecuencia lógica. Interesado como es por aquello que define movimientos y estrategias, tomó la alternativa con Estudiantes de Mérida como paso previo a este proceso presente que lo encuentra como mascarón de proa del equipo nacional Sub 17. A ese grupo de adolescentes, a quienes marcó con la impronta de su estilo, los condujo ya al hexagonal final del torneo suramericano que otorgará cupos al Mundial de la categoría en los Emiratos Árabes.
El técnico que fue futbolista se forma a partir de lo recibido por quienes fueron sus conductores. Toma conceptos de cada uno y los amolda a su propio modelo. Dudamel fue alumno aventajado de grandes exponentes del banquillo. En su lista aparecen nombres como los de Reinaldo Rueda, Cheché Hernández, Chiqui García, José Omar Pastoriza, Richard Páez o Ángel Cappa.
La selección que compite en San Luis de Argentina tiene su hechura. Eligió un esquema con tres centrales, mucha gente en el medio y el orden táctico como señas de identidad. Logró de sus dirigidos un punto alto de madurez y compromiso con la idea que pretende. Puede que todavía no haya desarrollado todo lo que es capaz en fase ofensiva, pero su conciencia de la ocupación espacial en defensa tanto en ordenamiento estático como en transiciones, le aseguraron un lugar entre los seis mejores de Suramérica.
Los días por venir indicarán si la meta de clasificar a la Copa del Mundo Sub 17 convierte el objetivo inicial cumplido en una gesta. Mientras, a San Rafael, como lo bautizaron en El Campín de Bogotá después de una noche de brillo con Independiente Santa Fe, lo seguirán honrando en la cancha sus devotos.
* Columna publicada en el diario El Nacional (15/04/2013)