El talento defensivo no tiene buena prensa. Aunque el fútbol tenga dos dimensiones claramente diferenciadas (la ejecución con la pelota y el comportamiento sin ella), siempre tendrá más visibilidad una maniobra ofensiva para definir un partido que una sucesión de tareas que impida el desarrollo de la propuesta rival, anulando sus virtudes para potenciar las propias. Sean estas más o menos atractivas al ojo del espectador.
Se asume que “entiende el juego” aquel que propicia el encuentro del delantero con el gol o quien con un movimiento, entre líneas y al espacio libre, se libera de la marca y coloca el balón en un rincón inalcanzable para el arquero. Suele obviarse, dentro de la misma definición, el trabajo de quien lee cada acción para cubrir racionalmente una franja baldía, anticipar un pase o relevar a un compañero. El ejercicio acompasado de ocupación zonal que inhibe el funcionamiento armónico del oponente puede ser tan disfrutable como la filigrana artística que desparrama marcadores y acaba en una definición gloriosa celebrada por la masa. Pero lo primero carga con el estigma de lo prosaico, de lo vulgar. Y sus exponentes deben justificar la apuesta como quien comete el acto más impío.
Real Madrid dio una lección de organización defensiva en su duelo contra el Barcelona de hace dos días. Sin apelar a la brusquedad, leyendo con maestría la intención de quien buscaba desordenarlo y generarle grietas con las armas que el planeta entero conoce, llevó al actual campeón de Europa a su mínima expresión. Desactivó a sus hombres más desequilibrantes. Cerró caminos para los veloces de oficio. Clausuró los pasillos a los habilidosos y convirtió el coro en una torre de Babel que desquició a sus intérpretes. Toda una lección de espíritu gregario al servicio de una idea llevada a cabo con convicción y derroche físico.
El valor de la puesta en escena se valió de la universalidad del choque para hacerse trascendente. Por encima de enfoques partidarios hubo consenso para destacar el plan elaborado por José Mourinho y sus dirigidos, capaces de controlar la dinámica del mejor equipo del mundo aun en inferioridad en cuanto a posesión del balón, un factor que no siempre determina la supremacía en la cancha.
Fue la del Camp Nou una noche para jerarquizar el papel de gente como Sergio Ramos, Xabi Alonso o Sami Khedira, elementos de relativa nombradía que sobresalieron en una velada reivindicadora para los teloneros habituales devenidos en maestros del atajo y la velocidad intuitiva.
Pep Guardiola ha revolucionado el juego, perfeccionando conceptos para construir una obra maestra de perdurabilidad indescifrable. Mourinho, muchas veces puesto en el papel de anticristo del fútbol azulgrana, también tiene peso sobre las tendencias globales de este deporte, aunque elija caminos distintos para llegar al éxito. Esa es la lectura más clara que dejó el último clásico español: hay otros discursos, igualmente válidos y reconocibles, que enriquecen el panorama presente.
La Vinotinto explotó una manera de hacer en la Copa América de Argentina, preludio del notable arranque en las eliminatorias mundialistas, que en buena medida se asentó en el talento defensivo de sus integrantes. Puede que su condición de selección en fase de desarrollo en el continente –y los propios resultados– validara su disposición. Pero ejemplos como los del Barsa-Madrid muestran espacios abiertos para que ese tipo de fútbol gane en reconocimiento.
Columna publicada en el diario El Nacional (23/04/2012)