lunes, 2 de abril de 2012

Cemento y belleza

El Camp Nou devino en teatro del mundo global desde que el fútbol, con el Barcelona como estandarte vanguardista, adquirió dimensión de suceso universal con la complicidad del satélite y las nuevas tecnologías. A todos nos parece formar parte de ese mítico recinto en el que Lionel Messi construye su trono como el mejor del planeta, al tiempo que Xavi, Iniesta, Piqué, Busquets y una grey de virtuosos escenifican cada fin de semana la sinfonía de toques, movimientos acompasados y líneas geométricas que cautiva a tirios y troyanos.

En cada hogar hay un pedazo de ese estadio construido hace siete décadas. Sus rincones nos parecen familiares, incluso la melodía del himno azulgrana que acompaña la salida del equipo a la cancha antes de cada nueva exhibición. Para el turista es una parada obligada en la Ciudad Condal; para quien lo ve a distancia, un lugar en el que se construyen sueños a partir del aparentemente prosaico ejercicio de correr detrás de un balón durante 90 minutos. 

Detrás de los partidos del Barsa existe un universo paralelo que escapa al ojo curioso de las cámaras de televisión. El desfile de aficionados por las calles circundantes, ataviados con camisetas y bufandas, es una liturgia que cada hincha cumple siguiendo su propio ritual. Algunos llegan en metro y hacen la parada de rigor en el bar cercano para encender con alcohol al álter ego desinhibido y apasionado que explotará en la tribuna. Otros se acercan en moto, con la bolsita de supermercado a cuestas y las provisiones del entretiempo.

Las puertas del Camp Nou se abren una hora y media antes de cada función. Durante la espera la gente se aglomera en las aceras para tomar la cerveza estimulante que no podrán consumir adentro, y aquellos que aparecen por primera vez vacían los tarantines con mercancía oficial del Barcelona. La aglomeración dibuja permanentes estampas multiculturales: un grupo de escoceses desafiando el frío con sus faldas tradicionales al viento; el casi lugar común de los visitantes japoneses que intentan digitalizar las emociones; seguidores del Athletic de Bilbao, el visitante de esa noche, que entonan cantos en euskera con la habitual naturalidad que nace de la tolerancia.

En las entrañas, el aroma a butifarra y cotufas acompaña el camino por las anchas ramplas que conducen a los graderíos. La vida transcurre en ese espacio invisible para la mirada del espectador que aguarda el inicio de la acción sentado en un sofá de Caracas, Santiago o Berlín. Allí late el corazón de esa mole de cemento que da cobijo a 98.000 almas con rostros, tonalidades y olores. También con acentos que suenan a Cataluña, a Latinoamérica, a los países escandinavos o al mundo árabe.

Acomodarse en los asientos es una rutina que funciona con prolijidad. Filas y sillas numeradas. Espacios amplios y cómodos. Los socios del Barsa constituyen la mayoría en esa especie de vecindad de butacas en la que el nieto sustituye en su localidad al abuelo fallecido. Para muchos de ellos ese rincón es una extensión de su propia casa. Allí un señor de la tercera edad puede entretenerse leyendo un libro minutos antes de que la pelota empiece a rodar.

Iniesta y Messi festejaron con sus goles una nueva victoria del actual campeón de Europa sobre el sorprendente Athletic de Fernando Amorebieta. La gente celebró de pie y con aplausos cada tanto como si del final de un acto teatral se tratara. Sin estridencias ni pasiones desbordadas. Con ese saber estar de quien tiene tan asumida la belleza, que ya no le sorprende.

Columna publicada en el diario El Nacional (02/04/2012)