Su andar lento y sus pies gambetos asomaron desde el inverosímil fondo de una tienda de ropa barata. Sonriente, con el bigote inconfundible dibujado a carboncillo sobre el rostro cobrizo y un sinfín de puntos blancos en su barba de dos días, el saludo de don Víctor Pignanelli se había hecho costumbre en el centro de Porlamar. La educación de caballero inglés del entrenador uruguayo y su voz de declamador arrabalero seducían a todo el que identificaba el rostro de quien comandaba el sueño del desaparecido Pepeganga Margarita.
No había manera de escapar al encanto de su gentileza, su sonrisa fácil y la humildad de sus gestos. Dueño de un verbo y de una capacidad para analizar el juego envidiables, tenía el don de no hacer distingos con sus interlocutores. Podía ser gentil delante de una cámara de televisión, tanto como derrochar amabilidad y paciencia para atender a un aprendiz de periodista.
Llegó a Colombia con el resplandor de la época de El Dorado y allí fijó su cuartel de bonhomía. No se le recuerda tanto en las canchas como haciendo uso del micrófono, ya retirado, en el papel de comentarista de radio. En eso se ganó un prestigio y el cartel de “maestro” que lo acompañaría a todas partes.
La utopía que reflejaba su mirada, a la vez pícara y melancólica, lo llevó a nuestro fútbol como técnico del Deportivo Táchira, primero, y luego como cabecilla de aquel Pepeganga que causaba tanta hilaridad por su denominación como por los resultados que obtenía. Antes de desaparecer, el equipo se clasificó a una Libertadores disputando sus partidos en el estadio de béisbol de Guatamare, robando segunda antes de meter el centro entre left y center field.
El paso a la selección llegó como consecuencia del prestigio que se había labrado. Dirigió a la Vinotinto en la Copa América de Chile ‘91 y fue parte del grupo de héroes que en el Defensores del Chaco paraguayo le robó a Brasil el cupo para los Juegos Olímpicos de Barcelona.
Era un tipo tan cercano y entrañable, que resultaba una tentación acercársele para hablar de cualquier cosa. Devoraba el cigarrillo con fruición y así alimentaba la hoguera de la que salía su voz de ultratumba. Una tarde, en el complejo que la Federación Chilena tiene en Santiago, se sentó para hablar del debut en aquella Copa y acabó dando consejos en manga corta de cómo combatir el invierno del Sur a la ristra de desprevenidos que lo rodeábamos.
Fue padre del “Monaguitas” y descubridor de Alexander Bottini. Con Minerven avanzó hasta lo impensable en la Copa Libertadores antes de dar sus últimos pasos como entrenador en Venezuela. Se fue de forma inmerecida, tomando sus últimos sorbos de aire entre el olvido y la indigencia.
Gracias don Víctor, dondequiera que esté. Que se haya ido no significa que se le olvide.
Columna publicada en el diario Líder (16/09/2006)