A Juan Arango no lo nombrarán ciudadano ilustre de la impronunciable Moenchengladbach, con todo y que su excelente momento futbolístico podría llevar al club alemán a reverdecer glorias perdidas. Pero sí podría serlo de Maracay, la patria chica en la que nació hace 31 años y cuyo gentilicio representa cada vez que su estampa recorre el planeta.
Tampoco Tomás Rincón será convocado para un acto oficial en el que reciba las llaves de la ciudad de Hamburgo, pero bien pudo haber sido reconocido por las autoridades de San Cristóbal después de figurar en el once ideal de la pasada Copa América. Al segundo capitán de la selección le llueven elogios por su capacidad de lucha, temperamento y por la continuidad alcanzada en un conjunto al que llegó sin seguros de vida. Hoy es una pieza indiscutible.
El fútbol venezolano de la última década, amparado en el fenómeno Vinotinto, se llenó de conceptos y factores de pertenencia que se arraigaron con fuerza en nuestra sociedad. Es un suceso de generación de identidad con un peso mayor que cualquier símbolo patrio, y de efecto irreversible. Asociarse al éxito eleva la autoestima y la proyección de la utopía del país posible que cada triunfo de un jugador criollo genera en sus coterráneos, produce más cohesión que una proclama política. Muchos lo han entendido así; otros, con el antifaz de la ignorancia por delante, viven a contramano, enflechados, en una burbuja de poder que les hipertrofia el ego y empantana la inteligencia.
Cada gol de Miku Fedor o Salomón Rondón en España le da sentido a la venezolanidad desde su misma esencia. Se trata de una afinidad emocional exenta de patrioterismo. Lo mismo ocurre con los logros de Roberto Rosales en Holanda, el reconocimiento de Giancarlo Maldonado en México y hasta con las actuaciones de Fernando Amorebieta en Bilbao, aceptado como un embajador más aunque hable con acento castizo y no cante el himno nacional de carrerilla.
Ese nuevo escenario ha sido entendido por los medios de comunicación, alumbrando un cambio positivo en la jerarquización informativa. Hace relativamente poco era común que las ligas europeas acapararan espacios en diarios, secciones deportivas de noticiarios en radio y televisión, y hasta en las celebraciones multitudinarias en plazas y centros de concentración popular. Un malentendido que, por su incidencia educativa sobre los receptores, ha sido elemento de distorsión en los valores de identidad nacional. Las actuales camadas de periodistas están marcadas por este estado de cosas y han derivado en multiplicadores del nuevo mensaje. El efecto sobre los consumidores de noticias es visible aunque no medie un estudio sociológico que lo respalde de modo tangible.
Zamora hizo la mejor campaña de su historia en el primer semestre de 2011. Su estilo se hizo referencia y Chuy Vera, el entrenador que obró la gesta, fue elevado a la cumbre de la popularidad. Clasificó a la Copa Libertadores y puso a Barinas en el mapa de Venezuela y Suramérica. Un beneficio para la ciudad y motivo de orgullo para su gente.
Ninguno de los protagonistas directos recibió honores cuando el club de camiseta blanquinegra debutó en la Libertadores hace seis días. El alcalde de Barinas, investido de personaje macondiano, homenajeó a Juan Román Riquelme, santo y seña de Boca Juniors, el rival. Un episodio con antecedentes en el pasado que no tuvieron repercusión.
Las muestras de rechazo que sucedieron al hecho fueron la confirmación del novedoso escenario. Una excelente noticia, aunque el pródigo hijo ilustre de la capital llanera todavía ría recordando el paripé.
Columna publicada en el diario El Nacional (20/02/12)