El discurso futbolero, en voz de protagonistas directos, aficionados o con la amplificación estandarizada de los medios de comunicación, está cargado de lugares comunes e inexactitudes. La repetición de los tópicos convierte falacias en frases de uso cotidiano y vulgariza la prosa del balón. Hablamos de “poner toda la carne en el asador” cuando un equipo debe arriesgar para buscar el empate o la victoria. Al gol, suele sucederle esa especie de mantra heredado del Sur que “la manda a guardar” sin que apenas nos detengamos a comprender sus acepciones.
Del mismo modo, repetimos que un jugador cualquiera fue expulsado porque era el “último hombre” cuando el reglamento no marca esa condición en ninguna de sus normas; identificamos a los marcadores de punta con largo recorrido como “carrileros”, olvidando que el término alude específicamente a los laterales-volantes en un sistema prácticamente en desuso; o, para honrar el nombre de Carlos Salvador Bilardo, definimos como “stoppers” a los zagueros centrales que se mueven en los costados de una línea de tres, cuando el concepto es propio de la casi extinguida marca personal y no de la extendida y masificada defensa en zona.
En tiempos recientes se ha puesto de moda un concepto que, de ser una composición musical, aparecería en los primeros puestos del Billboard: cerrar el partido. De confusa definición, generalmente alude a la capacidad de un conjunto para asegurar un resultado que conviene a sus intereses o, en caso contrario, a su impericia para ponerle el candado a la puerta del traspié. Un cambio a pocos minutos de concluir el compromiso se hace para “cerrar el partido”; y si un entrenador no es capaz con sus variantes de sostener un objetivo fue porque, abrumado por la situación, no supo cómo “cerrarlo”.
La definición en sí misma luce clara y contundente, pero expresada de esa forma resulta ambigua y vacía. La dinámica del fútbol plantea desafíos constantes para el que participa del juego. Quienes ejecutan deben resolver situaciones, decidir en segundos y cumplir con tareas que varían de acuerdo a si se está en fase defensiva o viendo cómo someter al rival con el cuero. El entrenador, cuya influencia se limita a mover piezas o propiciar cambios anímicos en las charlas del entretiempo, carece del poder para suspender el choque en un limbo que lo haga controlable.
El panorama real es muy distinto al de los juegos electrónicos cuya incidencia en el lenguaje y la percepción del mundo puede inducir a distorsiones. En la cancha, el futbolista sabe que el premio por los tres puntos comenzará a paladearlo una vez entre en el vestuario y que, si bien la jerarquía puede ayudar a elegir la mejor vía para asegurar un triunfo, el contrario siempre le exigirá el grado máximo de concentración e intensidad hasta que se cumpla el tiempo reglamentario.
Hay equipos que condicionan el trámite y sus intereses a partir de la posesión de la pelota; otros optan por cederla y guarecerse en las cercanías del área para proteger su arco. Cualquier alternativa es válida. Ninguna funciona como seguro contra terceros. La magia del juego en mucho se vincula a su propia incertidumbre.
Cuando le digan que “dos contra uno es falta”, que el “palo habilita” o que llegó la hora de la “lotería de los penales’, encienda las señales de alerta y sospeche del emisor. Y si alguien pretende cerrarle el partido antes de que se acabe, acuda al lugar común más efectivo para estas ocasiones: al que no hace, le hacen.
Columna publicada en el diario El Nacional (13/02/02)