En el hogar de la Federación crecen dos hijos. Casi contemporáneos, no reciben un trato igualitario. Uno goza de los mimos del padre, ve complacidos sus gustos y pasa buena parte de sus días en el exterior gastando a cuenta de una tarjeta de crédito sin límites ni control cambiario; el otro suda para llegar a final de mes, con cobradores que acechan en la puerta de una casa con goteras, paredes sin frisar y delincuentes que la apedrean para hacerle pagar una culpa que desconoce. El primero es el orgullo del patriarca, la cara alegre de un núcleo familiar disfuncional; el segundo es la vergüenza, el sucio oculto debajo de la alfombra, el retrato que se guarda en el armario cuando llegan las visitas.
Vinotinto y torneo local. La cara y la cruz del fútbol venezolano. El sueño de llegar a un Mundial, la cohesión social y el símbolo de pertenencia que convive con la mala gestión, la desorganización y la ausencia de visión futurista. Dos polos opuestos. La alucinación del oasis en medio del desierto más hostil. Una relación desigual, ilógica y desnortada que regala una caricia por cada diez cachetadas.
La selección es el único camino y el objetivo prioritario. Para quienes controlan la actividad es la fuente primaria de recursos y reconocimiento. Ellos, de manera directa, destinan capitales y esfuerzos para alimentar al producto que mejor los representa. Pero también los que sostienen la actividad interna, los que cargan con los sueldos de técnicos y jugadores, aquellos que soportan el peso de un campeonato que siempre acaba con los números en rojo, contribuyen a que el equipo nacional se consolide. Todos para uno y uno para ninguno. Con ese grito de guerra, lo normal es que no queden mosqueteros.
Las más recientes actuaciones de los clubes criollos en la Copa Libertadores abrieron un debate en redes sociales y medios de comunicación acerca del tan cuestionado nivel doméstico y su incidencia en los resultados internacionales. La discusión no trasciende más allá. Es un tema tabú del que no se conversa porque causa escozor. La piedra molesta en el zapato que algunos quieren sacarse, otros no notan y la mayoría ignora que está entre su pie y el suelo.
Las goleadas son apenas un reflejo. La manchita en la piel que anuncia la dolencia pero no la enfermedad misma. Hay asuntos mucho más contundentes que, aunque están a la vista de todos, siguen habitando el espacio de la inanidad. No se sabe si el doliente es el afectado o viceversa. Cuando llega el momento de asumir posturas, la aceptación es la norma y la pro actividad una rareza que surge fugaz para oponerse al poder. Mientras tanto, los fuegos de artificio de la Vinotinto hacen el ruido suficiente para tapar el quejido lastimero de los desheredados.
A quien pone el dedo en el ojo se le califica de catastrofista. Da igual si después de cada curso un proyecto quiebra, la violencia se apodera de los estadios o quedan familias a la deriva por las deudas impagas. Siempre habrá un partido de la selección para pintarnos un panorama ficticio, mejorar el ranking de la FIFA y generar aquellos comentarios externos que hablan de “lo mucho que ha evolucionado el fútbol venezolano” desde el más profundo desconocimiento.
El miércoles en Málaga habrá muchos motivos para el orgullo cuando Venezuela se mida a España. Será el día de ponerse las galas y rendir honores al hijo aventajado. El otro observará a la distancia con el regusto amargo de quien no tiene con qué vestirse para asistir a la fiesta.
Columna publicada en el diario El Nacional (27/02/12)