lunes, 19 de diciembre de 2011

El goleador impasible

Llega de puntillas procurando que no chirríen las puertas ni cruja el suelo con sus pasos. Su andar sigiloso lo hace imperceptible a las miradas más escrutadoras. Conoce cada rincón del terreno que pisa y es capaz de andar a oscuras memorizando paredes y muebles. Tiene las coordenadas claras: para sobrevivir en silencio al ruido estridente de la parafernalia futbolera hay que camuflarse en los espacios libres, adiestrar la intuición y ajustar la puntería cuando el rugir del entorno y el galope de las pulsaciones alteran el pulso y nublan la mirada.

Edgar Pérez Greco tiene el perfil de aquellos que escriben la historia con la letra pequeña de los anti héroes. Jugador de amplia capacidad táctica y fino instinto goleador, ha vivido siempre alejado de la rimbombancia. Subvalorado por técnicos y analistas, labró su presente sin apenas alzar la voz. Con el Lara de Eduardo Saragó redondeó el mejor torneo de su carrera y acumuló distinciones para ser electo como la pieza más valiosa del Apertura 2011.

Sus siete goles son apenas un dato si se atiende a los notables registros ofensivos que dejó el equipo. En el detalle, representaron bastante más: cada tanto suyo fue decisivo para resolver duelos incómodos que muchas veces dibujan el límite entre quien celebra y quien lamenta haberse quedado a un paso. Saragó exprimió al máximo su versatilidad: fue centrocampista izquierdo, media punta y hasta volante de primera línea. Un todoterreno que aúna técnica con conocimiento del juego. Como los grandes ejecutantes, no ocupa el espacio sino que aparece en él. Y cuando eso ocurre en el área casi siempre es gol.

Tachirense, nieto de uno de los fundadores del Aurinegro, debutó en el club que lleva en el alma de la mano de César Farías. Más tarde Manuel Plasencia le daría continuidad como segundo atacante por detrás de Alexander Rondón o Anderson Arias. Se hizo imprescindible, superó una dura lesión y acabó adquiriendo ese efímero reconocimiento que los inquilinos de Pueblo Nuevo suelen otorgar a las figuras de la tierra. Una especie de fagocitosis que devora futuros ídolos y de la que solo se libran algunos elegidos.

Al “Flaco” le incomoda la estridencia y su piel es sensible al reproche hiriente de la hinchada. Por eso, después de celebrar con Táchira la séptima estrella y de haber contribuido con un gol en Barinas que definió la final contra Zamora, optó por dar el salto a Cabudare y vivir allí este renacer en su confianza.

Taciturno, apegado a la familia de la que heredó valores muy arraigados en su personalidad, tiene ese saber estar en el que es más importante escuchar que decir. Por eso resulta difícil descifrar sus estados de ánimo y no hay entrenador que pueda testificar un episodio conflictivo con él como protagonista. Ni siquiera Richard Páez, quien le produjo una de las grandes frustraciones de su carrera deportiva. En su primera convocatoria vinotinto para un amistoso contra Uruguay en septiembre de 2006, le dio la alternativa como sustituto de Alejandro Guerra en el segundo tiempo y pocos minutos después lo retiró de la cancha por Gregory Lancken. Una cachetada que abrió un amplio paréntesis, roto con el llamado para el choque contra Costa Rica de este jueves.

Volverá sobre sus pisadas. Invitado a la fiesta del campeón, se irá antes que nadie para refugiarse con los suyos en ese espacio en el que el silencio reconforta. Y aparecerá de nuevo la necesidad de decir sobre el césped lo que su impasibilidad oculta para aquellos que todavía no han aprendido a descifrarlo.

Columna publicada en el diario El Nacional