Las lágrimas de Roger Federer delataban su impotencia aquel mes de febrero de 2009. Minutos antes había caído ante Rafa Nadal en la final del Abierto de Australia luego de un partido épico a cinco sets en Melbourne. “No puedo, esto me está matando”, decía entre sollozos el tenista suizo, una de las más grandes referencias en la historia de este deporte. Pero, a pesar de que pasaba por encima de cualquier rival que se le pusiese enfrente en el circuito, siempre aparecía su Némesis española para robarle la gloria en el momento decisivo.
Real Madrid es un gigante universal. Tiene en su plantel a varios de los más grandes futbolistas del momento. Su técnico es el faro que alumbra el camino de muchos de sus colegas en el planeta y en la cancha arrasa con sus pares en la Liga y en Europa. Solo que le tocó coincidir con esta versión revolucionaria del Barcelona, un escalón todavía demasiado alto para cualquiera.
El Barsa derrumba paradigmas con cada golpe de autoridad. Y lo hace desde la defensa de un estilo único, contracultural y lleno de valores en extinción que se inculcan en su base. Lo que hace es inimitable y resulta inútil cualquier intento por clonar su modelo. Es cierto que cuenta con talentos supremos que transforman los movimientos preestablecidos en piezas corales de enorme contenido estético, pero su esencia se explica en aquello que transmite a quien se integra en su estructura: hay una manera de entender el juego que condiciona la selección de los más aptos y los convierte en intérpretes avezados de una partitura que nadie es capaz de ejecutar igual.
Se comete un despropósito cuando se vincula al equipo de Pep Guardiola con el lirismo. El prejuicio ante lo que no es mesurable construye tópicos inexactos e injustos. La búsqueda de la belleza no se contrapone al rigor y la disciplina. El ballet Bolshoi o una coreografía del Cirque du Soleil se conciben en horas de sudor y ensayos. La maravilla sensorial que generan es la consecuencia; la repetición de pasos, movimientos o maromas son el fondo detrás de la forma.
Barcelona no es el Brasil de 1982 aunque haya mucho de su esencia en la filosofía culé. La magia libre de Sócrates, Toninho Cerezo, Falcao y Zico derivó en esta orquesta sincronizada de Xavi, Iniesta, Messi, Busquets y Cesc que estiró hasta lo inverosímil las líneas geométricas dibujadas por la pelota en movimiento veloz.
Para entender a este Barsa hay que partir de ese concepto. Los automatismos se afinan y reinventan en una búsqueda constante de la perfección. El fútbol descubre caminos inexplorados, posibilidades inimaginables a partir de lo que el mecano azulgrana deja a su paso. De allí la trascendencia de estos enfrentamientos entre los dos grandes de España. Por encima del carácter global que hoy tienen gracias al efecto multiplicador de la televisión y los satélites, hay un componente muy humano en ese choque estilístico que pone a prueba la excelencia para intentar hacerla terrenal. Y, por tanto, menos inasible.
Delante de cada uno de estos desafíos aparece una nueva respuesta. El contorsionista del espectáculo sorprende en cada función exigiendo a su cuerpo por encima de su propia naturaleza. La capacidad de asombro es inagotable porque, cuando espectadores y oponentes acuden al reto de descifrar lo conocido, renace la sorpresa. Otra vez lo impensado a escena para anular la posibilidad de reacción de quien solo puede mirar absorto.
Federer pudo volver. Al Barcelona todavía no han podido alcanzarlo.
Columna publicada en el diario El Nacional