Tras la caída en Quito, se caía de maduro el argumento fácil: fue un error la doble convocatoria. Es una forma de verlo. Muchos de quienes hoy claman por la presencia de los hombres de jerarquía, de los “caballos” como reza la voz popular, hicieron coro antes para unirse al consenso respecto a la forma de preparar el partido cuando la Vinotinto trabajaba en Mucuchíes. Es ventajista blandir esa arma como núcleo de análisis. Con el resultado a la mano, las lecturas posteriores toman el atajo más conveniente para cuestionar la capacidad del seleccionador y apuntar directamente sobre el “nivel de selección” de algunos jugadores.
No hay forma de predecir qué destino habría tenido el enfrentamiento contra Ecuador si los nombres eran otros. La historia registra episodios recientes en los que se encaró este compromiso con lo mejor que había y el marcador fue igual de contundente. Incluso cuando Venezuela derrotó a los meridionales en el Atahualpa hace cuatro años, la estadística no reflejó el claro dominio local y la innumerable cantidad de situaciones de gol que generó. El pasado viernes salieron a la cancha como titulares ocho futbolistas que integraron el plantel que disputó la Copa América de Argentina. Todos aptos para competir en un choque de exigencia.
Los módulos en la altitud del páramo merideño no fueron un despropósito; los recursos invertidos en el uso de cámaras hiperbáricas y otros elementos para igualar las condiciones fisiológicas, tampoco fueron una excentricidad. Hubo un camino, una planificación trazada para aminorar los efectos de la falta de oxígeno a 2.800 metros sobre el nivel del mar. El concepto no admite reproches. Sí –y este es el elemento básico para explicar la derrota en Quito– la manera cómo, desde lo futbolístico, se encaró el debut en las eliminatorias. Allí radicó el peso de la trama en la derrota.
“Todos hablan de la altura, pero no olvidamos que para ganarle a Ecuador hay que jugar al fútbol”. Las palabras las pronunció José Manuel Rey en la víspera del partido. Esa sensatez la llevó después a la cancha: fue, junto a Renny Vega, de los pocos que se salvó del naufragio colectivo. El mensaje no caló en el resto. Tampoco en el entorno –incluido el periodismo– más enfocado en cómo combatir los efectos del soroche que en aquello que Reinaldo Rueda y sus hombres podían proponer sobre el terreno de juego.
Las respuestas individuales y grupales al despliegue ofensivo ecuatoriano fueron tibias, faltas de intensidad y entendimiento sobre cómo ejecutar la idea. La notable actuación de Antonio Valencia se explicó desde el desigual mano a mano que libró con José Luis Granados, pero también a partir de las facilidades que consiguieron los volantes de camiseta amarilla para dirigir el trámite. El desborde por los costados fue una constante que no tuvo obstáculos. Las diagonales de Jaime Ayoví y Benítez siempre encontraron un espacio libre a espaldas de los mediocampistas de marca y en las enormes franjas baldías entre centrales y laterales; y la falta de presión sobre los conductores coadyuvó (Noboa dixit) a desnivelar los duelos de los que tanto habló César Farías en las semanas previas.
El DT no logró, en el amplio tiempo de preparación, que el planteamiento fuese bien desarrollado. Y las modificaciones del segundo tiempo no mejoraron a la selección ni le cambiaron la dinámica. Con mayor oxígeno en la sangre, fue el fútbol el que no se adaptó a la altura. La lección costó tres puntos.