En la década de los 90 del siglo pasado, Venezuela pudo juntar en una misma selección a Stalin Rivas, Gerson Díaz, Gabriel Miranda, Rafael Dudamel, Edson Tortolero y Miguel Echenausi; lo mejor de una de las camadas más talentosas que recuerde el fútbol nacional. Unos años atrás, fueron Pedro Febles, Bernardo Añor, Pedro Acosta, Nelson Carrero, César Baena, Laureano Jaimes, William Méndez y Carlos Maldonado los abanderados de una grey inolvidable apenas conocida por las nuevas generaciones.
La euforia del presente, con jugadores que comienzan a alcanzar trascendencia y notoriedad por el peso de los buenos resultados, puede nublar el análisis. ¿Es el grupo que logró el cuarto puesto en la Copa América de Argentina el de mayor genio que recuerde el país? La respuesta, a bote pronto, puede inducir al engaño a más de uno.
Los nombres de estos tiempos son cercanos para el gran público. Muchos de ellos participan de campeonatos en el extranjero con enorme visibilidad mediática. Distintas marcas asocian sus productos con los apellidos ilustres que alcanzan el rango inédito de ídolos nacionales. La clandestinidad del pasado no es una tara para futbolistas cuyas carreras evolucionan en el extranjero gracias a la vitrina que hoy les otorga la Vinotinto. Allí radica la diferencia –y también la enorme desventaja comparativa– con respecto a quienes construyeron sus trayectorias en la precariedad y el oscurantismo de años no tan lejanos.
Participar en ligas de mayor nivel, con técnicos que aportan conocimiento del juego y preparación de alto estándar, más la propia elevación en el estatus socioeconómico, le da al jugador de esta época una plataforma que le permite acercarse a expresiones futbolísticas que antes eran inalcanzables. Por eso, más que la de mayor talento, la de Argentina 2011 fue la generación mejor preparada de la historia para la alta competencia.
¿Cómo medir entonces la evolución del fútbol criollo en los dos últimos lustros sin caer en lugares comunes? ¿Qué cambió realmente? Mucho, si se atiende a la visión del que, desde afuera, mira con asombro el lugar que ocupa esta selección exitosa; poco, si el enfoque se centra en la estructura caduca que sostiene los campeonatos internos, punto nuclear para calibrar el estatus auténtico de crecimiento y sanidad.
Los equipos siguen apostando al corto plazo y a las vueltas olímpicas antes que al desarrollo. El Caracas es una excepción por su notable trabajo en las divisiones inferiores, pero la mayoría desatiende un aspecto fundamental en la consolidación institucional. Pocos poseen patrimonios, más allá de los propios jugadores, y el mercado interno no es controlado por quienes deberían fungir como socios al servicio de una empresa exitosa. Así, los torneos internos son caldo de cultivo para el ingreso de capitales de origen dudoso, o provenientes de fondos públicos, lo que genera incertidumbre, promueve la desigualdad y trastoca el equilibrio económico.
Lo anterior no convierte en falacia el hecho de que algunas cosas sí dieron un salto de calidad. El mundo global acercó métodos y tendencias. Los entrenadores están mejor capacitados y la preparación física pasó a ser un aspecto que ahora se jerarquiza. La televisión entró con fuerza y multiplicó las posibilidades de generar recursos y llenar estadios. Y el ejemplo de lo que las figuras proyectan convierte al fútbol en una solución de vida para quienes lo practican, además de promulgar valores que construyen una visión social positiva hacia el segundo deporte de mayor aceptación popular para los venezolanos.