El fútbol venezolano abrirá 2011 con toda la expectativa que genera el inicio del Clausura, pero con la misma incertidumbre. El listado de refuerzos –con un mercado muy activo en el último mes y la irrupción de Mineros como gran candidato al título– llenó espacios en los medios casi en la misma proporción que las deudas de Atlético Venezuela y Estudiantes de Mérida, las denuncias de Edmundo Kabchi a la Federación o el surrealismo del Caroní y sus dos directivas, un mamarracho que no resiste un análisis serio.
La opulencia de los que se centraron en contratar figuras de renombre para pelear el torneo que arrancará este fin de semana, versus la realidad de aquellos que apenas pueden arañar recursos que permitan saldar deudas y competir. En medio, un grupo de entusiastas que se aferra a la idea de un evento internacional como salvación suprema, sin perspectivas de futuro más allá del corto plazo. Una realidad demasiado cruda y dispar como para solo hablar del juego.
¿Quién controla lo que se invierte y el origen de los fondos que, de tanto en tanto, aparecen para dibujar un escenario engañoso? No es un tema baladí y todos los protagonistas deberían estar interesados en su análisis y solución. La llegada de un nuevo integrante de esta sociedad llamada fútbol nacional debería ser objeto de un estudio riguroso que otorgue garantías de transparencia y equilibrio para el resto. Si la prioridad es salir para dar una imagen irreal de normalidad, quedan espacios abiertos para que entre cualquiera. Y el riesgo de eso está a la vista de quien lo quiera ver.
Los que hoy viven en la abundancia, mañana pueden rozar la quiebra. Sin controles para una economía endeble e inhábil para la autogestión, los clubes son cómplices del despropósito. Ni se sienten socios de una misma empresa, ni se oponen con firmeza al actual estado de cosas. Cada quien sobrevive como puede y la ecología es un concepto risible. “Si yo gano, poco me importa que te mueras tú”. La ley del más fuerte en un entorno sin ley.
Pocos exigen condiciones para crecer porque solo miran hacia su propio ombligo. Algunos entienden el efecto multiplicador de la televisión y se abren a la visibilidad y la masificación; otros torpedean, en contra de su propio beneficio, la presencia de las cámaras en los estadios. La contradicción pesa como un fardo sobre el propio producto porque sus dueños, lejos de esmerarse por estar en la vitrina, parecen preferir el lado más oculto de los anaqueles.
¿Y los jugadores? Acaban participando, desunidos e indolentes, de una trama que hoy los beneficia y mañana los convierte en víctimas. Se negocian salarios inflados que no se corresponden con la economía endeble de quienes los ofrecen y el mercado acaba siendo una rebatiña que, a golpe de chequera, mueve a los futbolistas de un lado para el otro sin que medie ningún control. El que no se “salva” con una transferencia al extranjero, trata de hacerlo en el medio local, aprovechando las temporadas de saldo que cambian de locación y color constantemente. ¿Garantías? Ni los documentos firmados lo son.
El debate sobre la violencia sigue aparcado a la espera de un nuevo episodio que vuelva a calentar los paños. La promesa de propuestas concretas para prevenir y controlar el flagelo, no ha devenido en hechos precisos.
Mientras la presión para que lleguen los cambios demandados se incrementa, la acción volverá a las canchas criollas este domingo, con el entusiasmo remozado de los hinchas y un panorama tan barnizado de optimismo como nebuloso de proyectos renovadores.