Para la edición de la Copa América de 1993, la Conmebol invitó a México y Estados Unidos para que formasen parte del evento, elevando de 10 a 12 el número de participantes. Desde entonces, los del Tri han obtenido dos subcampeonatos y tres terceros lugares en siete participaciones. Pero no fue el aspecto deportivo lo que llevó a la dirigencia continental a integrar a la potencia del Norte, sino los ingresos provenientes del megaconsorcio comunicacional Televisa y los patrocinadores que, por la gracia de esa unión, derivaron en socios del evento.
Japón, que estará en Argentina 2011, fue convidado para el capítulo de Paraguay 99 como parte de la promoción y preparación de los nipones que acogerían el primer Mundial asiático tres años después. También en aquel entonces la alianza repercutió en ingentes ganancias para la Conmebol y sus aliados.
A finales de los 90, la Federación Venezolana de Fútbol –con la anuencia de sus miembros– negoció con sus pares mexicanos una eliminatoria previa a la Copa Libertadores durante poco más de un lustro a cambio de dinero. En las seis ediciones, solo Estudiantes de Mérida (1999) y Táchira (2001) lograron acceder a la fase de grupos; los otros diez boletos se quedaron en tierras de Moctezuma. Fue la antesala a la asistencia formal y permanente de los clubes aztecas en la Libertadores, cuyo concurso ayudó a fortalecer las finanzas y la visibilidad del torneo.
Así se manejan los jerarcas del fútbol continental. Así también operan los popes de la FIFA, cuyo comité ejecutivo otorgó la semana pasada las sedes de las Copas del Mundo de 2018 y 2022 a Rusia y Qatar. ¿Bajo cuáles premisas? Aquellas que le garantizan la salud y la proyección de un producto que les pertenece.
No hay altruismo ni un objetivo noble detrás de las designaciones. Sí afanes expansionistas. Después de la experiencia surafricana, en la que el Estado tuvo un peso notorio en la inversión para estadios e infraestructura, la FIFA optó por los fondos privados. Da lo mismo la procedencia de los mismos. Ni eso (la limpieza de los capitales), ni la situación política (en 1978, Argentina montó la justa en un país sometido a una dictadura militar con graves acusaciones de delitos en contra de los derechos humanos), han sido óbice nunca cuando los intereses de una de las grandes multinacionales del planeta están en juego.
En el último mes, medios ingleses de prestigio como The Guardian, The Independent o la BBC hicieron denuncias serias respecto a casos de corrupción entre la plana mayor de la FIFA. Dos de ellos fueron excluidos de las votaciones de Zurich tras esas acusaciones. El precio a pagar fue que Inglaterra quedara fuera en la primera ronda de sufragios para la cita de 2018. Así se las gastan en el Vaticano del fútbol, una corporación global con poderes supranacionales.
Rusia tendrá que hacer una inversión superior a los 7.000 millones de euros para acomodarse a los requerimientos del evento. Y en Qatar prometen auténticas maravillas arquitectónicas cuyos costos podrían exceder el presupuesto anual de decenas de países en conjunto. Pero, fuera de elementos baladíes como las distancias, la seguridad o el arraigo futbolístico, estas dos naciones ofrecen la garantía financiera que la FIFA requiere para que siga floreciendo la monumental factoría que regenta. Allí, en ese factor, radica el quid de todo este asunto.
Rusos y qataríes, por encima de tradiciones y creencias religiosas, recibieron de la FIFA el mejor regalo de Navidad posible. Para muchos otros fue la dura constatación de que el Niño Jesús no existe.