El gremio de árbitros no es una pieza suelta en el engranaje del fútbol venezolano. La crisis por la que atraviesa, magnificada en las últimas fechas del torneo Apertura por las constantes quejas del entorno y el efecto multiplicador de las transmisiones televisivas, estalló en la última semana. Pero no es una discusión nueva ni una coyuntura puntual que afecte la credibilidad de la organización. No más que otros elementos tan conflictivos como éste. Se trata más bien de un rasgo adicional, cónsono con el resto del paisaje.
Los jueces no son la peor parte de una estructura endeble; quizá, sí, su lado más visible y controversial. Dirigentes, entrenadores, futbolistas y comunicadores alzan la voz jornada tras jornada para denunciar fallos y señalar responsables. Pocos, sin embargo, lo hacen con real sustento. Quien se siente perjudicado hoy puede ser beneficiado mañana. Y la repercusión de cada queja dependerá siempre del peso de quien emita un eco solidario, pero eso no calibra con fidelidad la dimensión real del problema.
Los lugares comunes sirven de poco cuando una mala decisión atenta contra el trabajo y la planificación de un conjunto que se siente afectado. El “se equivocan porque son humanos”, o “ellos deben sentenciar en décimas de segundo sin ayuda de la tecnología”, apenas vale como coartada. Muchos yerros son consecuencia de la mala condición física o, lo que es peor, de vacíos de fundamentación técnica que solo se corrigen con una depuración lógica basada en la evaluación constante y sistemática.
Hay deficiencias en la preparación y necesidades de una fiscalización más rigurosa en la tarea de los encargados de impartir justicia. También una mayor atención de parte de todos los implicados para otorgarles condiciones óptimas de trabajo, seguimiento y captación de talento. La desproporcionada expansión del campeonato profesional –con todas sus consecuencias– obligó a la promoción precipitada de referís para cubrir la demanda de partidos, con la natural merma de calidad en el oficio más ingrato del fútbol.
Los árbitros suelen ser objeto de sospecha porque, históricamente, han servido como armas políticas de la dirigencia. Con razón o sin ella, con fundamento o sin él, son blancos directos de frustraciones y despropósitos de los que nadie suele estar librado y cuya responsabilidad pocos asumen. Si los jueces fallan con frecuencia preocupante –como si hay clubes con deudas o falta de control de las hinchadas violentas– existe un conflicto que debería incumbir a todos. No tiene sentido, y suele ser un atajo poco recomendable, ejercer la paranoia.
Para poder emitir juicios certeros respecto a este tema hay que asumir la tara y no evadir la carga que a cada quien corresponde. La profesionalización del torneo local implica una globalidad de aspectos, cada uno con un valor específico, cuyo todo será tan sólido como la suma de cada una de sus partes. No tiene autoridad moral para cuestionar a un árbitro quien no conozca el reglamento. Y nadie que carezca de auténticos elementos probatorios debería alentar suspicacias que solo sirven para darle fuerza al estereotipo.
La justicia no es un concepto que solo se fundamente en la aplicación de la ley a rajatabla. Repartir con criterio las responsabilidades también ayuda a mantener la ecología del medio. El fútbol venezolano debe ser justo con sus árbitros y mostrar que, desde una concepción más ecuánime, es capaz de dar un salto hacia adelante. Diagnosticar la falla y democratizar la discusión acerca de cómo mejorar el producto aparece de nuevo como punto impostergable de la agenda.