El fútbol venezolano como producto recibe cada fin de semana heridas nobles. La violencia es el factor que mayor daño inflige, pero apenas es una consecuencia. ¿Alguien se habrá puesto a reflexionar sobre este asunto? ¿Existirá la conciencia de lo inútil que resulta apostar por un torneo atractivo, bien televisado y masivo con estadios en pie de guerra? Los involucrados deberían estar discutiendo sobre este asunto. La Federación, como máximo responsable, tendría que ser el canalizador del cambio. Asumir la propia incapacidad para controlar el monstruo y abrir una discusión que derive en propuestas de transformación profundas.
Los equipos tampoco pueden permanecer pasivos ante lo que ocurre. Cuando un grupo de aficionados altera el orden y pone en evidencia la fragilidad de las estructuras organizativas delante de las cámaras de televisión, el daño en imagen es incalculable. Tanto como presentar escenarios en condiciones deplorables o sin garantías para resguardar la integridad física de los jugadores.
¿Por qué no estamos debatiendo sobre esto? La enfermedad carcome las resistencias de un torneo que no alcanza a despegar, sencillamente porque está mal concebido. Cerrar el acceso al público es una medida de castigo que no solo no soluciona el problema sino que además actúa como efecto contraproducente. Es un despropósito, la negación del espectáculo. ¿Puede haber conciertos sin gente tarareando las canciones? ¿O teatro sin espectadores que vibren y aplaudan?
Todos parecen tener una solución al flagelo de la violencia basados en experiencias foráneas. Claro que hay ejemplos exitosos, pero cada uno de ellos se explica a partir de la refundación del producto. Sin esa condición, cualquier recaudo que se aplique carecerá de sentido. No se le puede exigir a un club que depende de fondos públicos y es incapaz de auto gestionarse que aplique correctivos a sus hinchas, que los cense y controle, o garantice la confortabilidad de su sede. La sobrevivencia y las irracionales metas deportivas acaban teniendo prioridad en esta absurda escala de valores.
No está de más analizar por qué los grupos enardecidos encuentran en el fútbol un espacio de catarsis que no es común en otras disciplinas. O la razón del mimetismo que lleva a las barras a adoptar códigos de conducta impropios en las gradas. La permisividad en los estadios nacionales es una de las causas; la subvaloración del problema y la endeblez organizativa, otra. Sin embargo, la violencia no ocupará la cima en el listado de soluciones a acometer mientras las necesidades que mayor peso tienen no estén resueltas. Es como pedirle a un padre de familia que busque el mejor colegio para sus hijos cuando tiene que salir cada día a la calle para garantizarles el pan.
En la cadena alimenticia del fútbol venezolano, los grandes se devoran a los pequeños sin contemplación. Ganar títulos y optar por las bolsas que ofrecen las competencias internacionales, estimula el apetito de los poderosos. Lo demás importa poco. El problema está en que todos, acaudalados y pobres, aspiran a lo mismo. Alguno podrá decir que esto pasa en todos lados. Es discutible. Sobran muestras de torneos que han conseguido funcionar con criterio ecológico a partir de una organización lógica y eficiente.
Para extirpar la violencia es necesaria la reconstrucción. Resetear el disco duro de la dirigencia y apostar por un plan integral que contemple todos los elementos que hagan del fútbol criollo un paquete atractivo, seguro y sólido. Aplicar la ley, desde la obsolescencia, es una forma de demagogia.