lunes, 15 de marzo de 2010

La fiesta de los violentos


Los hinchas del Caracas volvieron a decorar el estadio Olímpico como en sus mejores galas. El pasado miércoles las gradas del coso ucevista se llenaron de camisetas rojas, pancartas y fuegos de artificio para recibir al Flamengo por la Copa Libertadores de América. Hubo jolgorio y los jugadores sintieron el apoyo de los suyos, hasta que un objeto impactó en uno de los asistentes y el partido se detuvo por unos minutos en pleno segundo tiempo. Con el 1-1 en el marcador, los de Noel Sanvicente vivían su mejor momento cuando la acción los sacó de ritmo.
Después, ya con la derrota consumada, los hechos de violencia protagonizados por los propios aficionados locales derivaron en el escenario conocido: golpizas, agresiones a los visitantes y la respuesta de las fuerzas del orden y personal de seguridad, inhábiles para manejar a la masa.
Las barras que siguen al decacampeón nacional mimetizan y adoptan códigos de sus pares del Sur: desde emblemas que apelan a una simbología no siempre relacionada con el hecho deportivo, pasando por cantos que denigran de los oponentes, hasta acciones concretas como el secuestro y destrucción de los estandartes de la afición rival. Existe incluso un manual tácito de pertenencia que debe seguir todo aquel que desee integrarse a estos grupos de devotos encarnados.  
No se puede celebrar la barbarie. Caracas gana nombradía en Suramérica y suma seguidores a su causa; al tiempo, es incapaz de establecer mecanismos de control que le permitan organizar un espectáculo atractivo y seguro. Los triunfos en la cancha no sirven para ocultar la vergüenza que se vive en la oscuridad del cemento. Tampoco la complicidad de quien no hace nada para evitarlo.
El año pasado hubo sucesos graves que apenas merecieron medidas tibias. Tanto en la Libertadores como en el campeonato local, los vándalos que llenan de terror a la grada actuaron con total impunidad. Y continúan haciéndolo. Algunos episodios trascendieron: uso de armas blancas, consumo indiscriminado de bebidas alcohólicas o el libre ingreso de explosivos fueron objeto de denuncias y motivaron tenues investigaciones periodísticas. Ninguno de ellos mereció una sanción ejemplarizante.
Otros acontecimientos fueron convenientemente ocultados. El 12 de mayo de 2009, durante el choque por los octavos de final de la Copa que enfrentó al Caracas con el Deportivo Cuenca de Ecuador (victoria 4-0 del Rojo), un hincha del cuadro derrotado fue arrojado en caída libre desde lo más alto de la tribuna popular. Al malogrado lo mantuvieron durante semanas en una unidad de cuidados intensivos, recuperándose de las múltiples fracturas sufridas.
Las campañas publicitarias que emprenden los asesores del club motivan a sus fieles y generan un efecto novedoso en la ciudad, con miles de jóvenes atiborrando las estaciones del Metro o llegando en procesión al Olímpico ataviados con los ropajes del feligrés. Son mensajes que invitan a un evento de alto riesgo sobre el que no se informa ni se educa. Así, solo habrá conciencia cuando el parte de guerra añada algún muerto al ya amplio listado de heridos.
Hace rato que el Caracas se vio desbordado por su propio crecimiento. La franquicia adquirida 22 años atrás por la familia Valentiner, se transformó en un monstruo incontrolable. Sus responsables se hallan en una encrucijada sobre la que parecen no tener conciencia: aprovechan el envión y transforman a la institución de la Cota 905 en una verdadera alternativa de ocio, execrando a los violentos; o abortarán el único proyecto sustentable de masificación para el fútbol caraqueño de las últimas décadas.