La frase que titula la columna no es propia. Le pertenece a Pep Guardiola, técnico del Barsa, y fue pronunciada recientemente, con claros visos de reafirmación, en medio de un pequeño bache de resultados del club catalán. Es la síntesis perfecta del fútbol coral azulgrana que causa admiración en el planeta, la apuesta por una manera de jugar ceñida a valores con los que comulga su hinchada. Los seis títulos alcanzados en el último año validaron la idea y colmaron al exigente paladar culé.
No es el único camino posible. El éxito está condicionado por la calidad de los futbolistas con que se cuente. Sin talento no habrá sinfonía. Se puede construir una orquesta, pero sonará mejor o peor en función del nivel de sus músicos. También se podría contar con excelsos ejecutantes que desafinen.
La selección de Venezuela, en el ciclo que comanda César Farías desde enero de 2008, eligió una puesta en escena distinta a la de Richard Páez, su antecesor en el cargo. A muchos les cuesta aceptar esta verdad, constantemente sometida a la comparación y a un filtro subjetivo. La Vinotinto actual definió su estilo desde el momento en que el actual timonel se puso al frente de ella. La coherencia en su línea de pensamiento habría que buscarla en las versiones del Deportivo Táchira, Mineros o Anzoátegui que el preparador cumanés guió antes de asumir como seleccionador. A nadie debería sorprender que el equipo de todos se despliegue de la manera que lo hace.
Si el análisis del juego vinotinto entra en el peligroso terreno de los gustos, la valoración deriva en estética y pierde consistencia conceptual. Podría generarse una discusión infinita, con una contaminante carga subjetiva. Si, en cambio, el balance se pasa por el tamiz de la eficacia, el mismo adquiere peso argumental y se llena de elementos tangibles para abrir un debate serio.
Cuando el propio Farías llevó a los sub 20 a clasificarse al Mundial de Egipto en 2009, el peso de los resultados y la dimensión de lo logrado diluyeron cualquier polémica respecto a la forma. Con los mayores el asunto está revestido de otras exigencias: sin medallas para colgarse, en medio de un proceso que ya pasó por el recambio generacional, su funcionamiento genera lógicas controversias porque ni llena los ojos del aficionado ni es eficaz.
Allí radica la cuestión. Después de 26 meses de trabajo el tema no es baladí. ¿Se sabe a qué juega la selección? Sí. Con más o menos adeptos, se puede construir el retrato robot de lo que quiere el conductor: sus equipos defienden mejor de lo que atacan, son conservadores en esencia y buscan llegar al área rival con transiciones directas, desechando las posesiones prolongadas. ¿Funciona? No del todo. Los resultados son inconsistentes y las dificultades para imponerse como local, cuando los partidos exigen proponer, han sido recurrentes.
La elección de los jugadores, con mínimas excepciones, genera consenso por encima de las pruebas. No así el modo en que muchos de ellos son utilizados. También en esto el factor eficacia es fundamental para interpretar rendimientos individuales y colectivos. Elementos como Tomás Rincón, Luis Manuel Seijas, César González, Roberto Rosales, Juan Arango o Nicolás Fedor han padecido, en diferentes momentos, de la desnaturalización de sus funciones habituales. Si eso resulta, el técnico se gana el crédito por su decisión y convence a sus dirigidos; si no, tiene que prepararse para que arrecie la crítica y la desconfianza.
“El estilo no se negocia”, podría parafrasear Farías a su colega del Barcelona. Pero para que la razón le asista y pueda mantener su ideario inmune a los cuestionamientos, el rendimiento tiene que ser otro. Si la forma está definida, es tiempo de que adquiera peso el fondo.