A Lionel Messi lo vi por primera vez a principios del año 2002. Fue en los campos de tierra que rodean el Camp Nou y que, en los días de partido, son utilizados como estacionamiento por los socios del Barsa. Las divisiones inferiores azulgrana solían entrenar en esos solares antes de la creación de la Ciudad Deportiva Joan Gamper, en el extrarradio de Barcelona. Era evidente que algo especial ocurría aquella mañana de primavera porque se había aglomerado más gente de lo normal alrededor del terreno, aplaudiendo las acciones.
Ángel Guillermo Hoyos, un argentino que fue compañero de Diego Maradona en la selección juvenil albiceleste y que pasó por el Deportivo Táchira en el ocaso de su carrera, trabajaba para la cantera culé y era el entrenador de Messi. “Este chico será un grande de verdad”, me comentó Hoyos apoyado sobre el alambrado de la cancha. El polvo, mezclado con trazas de cal, rodeaba a los jugadores de una atmósfera espectral con tonos dorados. Dentro del rectángulo, una figura esmirriada con aires de duende travieso desparramaba rivales y causaba fascinación. Llevaba la pelota atada al pie como un grillete y aún no se notaban del todo los efectos de la terapia para mejorar su crecimiento, razón esencial por la que su familia lo llevó de Rosario a la Ciudad Condal a los 13 años de edad.
Sin la fama que lo rodea ahora, la gente iba a verlo para disfrutar de su talento supremo como quien se detiene en las Ramblas de Canaletas ante el espectáculo de un artista de la calle. En el goce puro y descontaminado de preconceptos está la verdadera magia. Fuera de ese espacio, lo mundano puede hacer ruido.
Lo que vendría después es historia conocida: debut soñado en el Barsa, títulos y nombradía. También su presente, cargado de enormes expectativas y punto central de la polémica que pretende otorgarle un lugar en el Olimpo de forma extemporánea. Lo comparan con Alfredo Di Stéfano, Pelé, Johan Cruyff o Maradona. Se exige que ratifique sus pergaminos en la Copa del Mundo como si el genio estuviese en la obligación de descubrir sus virtudes delante de un gran tribunal para justificar el encanto.
Las argumentaciones, a favor y en contra, resultan baladíes. Mientras el asunto llena horas de debates y le da espacio a los opinadores de oficio en todo el planeta, Messi se mantiene ajeno a esa obsesión tan habitual en los tiempos que corren de ponerle medidas a todo. De hacer tangible lo inasible. De trasladar a números, estadísticas y trofeos lo que forma parte de un universo inconmensurable.
¿Quién fue el mejor de la historia? ¿Podrá ser Messi el más grande de todos los tiempos? ¿Con quién es equiparable su figura? La respuesta a todas estas interrogantes que coparon la semana informativa tras la prolífica cosecha de “La Pulga” en sus presentaciones más recientes, conduce hacia la especulación, un ejercicio que alimenta al establishment y condiciona el deleite.
El satélite dispara por todo el orbe sus goles de antología, su picardía suramericana, su pique en corto demencial y hasta la bonhomía de su carácter. Juega en un equipo que maravilla y sostiene valores que le dan sentido al juego. Y él, al tiempo, llena de significado al deporte mientras construye su leyenda.
Para absorber lo mejor de Messi, dure lo que dure su paso por el mundo del fútbol, convendría alejarse de las valoraciones y dejarse cautivar, sin prejuicios, por aquello que nos ofrece. Alcance o no el pináculo que se le augura. Como ese grupo anónimo que iba a verlo a los baldíos del Camp Nou, movido por el simple impulso de la belleza. Solo así tendrá sentido.