Las decisiones que generan grandes cambios en el fútbol no siempre están sustentadas en la lógica y el sentido común. El azar es un compañero de ruta que puede modificar la más clara bitácora o darle sustento a un viraje que, en la crisis, convierta una medida desesperada en el paso más lúcido. Algunas de las revoluciones que este deporte vivió en más de un siglo de historia nacieron de un impulso, de una respuesta espasmódica o la presión de los entornos.
Recientemente se cumplieron 25 años de la llegada de Johan Cruyff a la dirección técnica del Barcelona. Luego de un pasado luminoso como jugador y tras la huella que ya dejaba en el banquillo del Ajax, volvió a la enseña que defendió en las canchas durante cinco temporadas para instaurar profundas transformaciones deportivas e institucionales. Su legado definió el estilo del equipo y le dio sustento conceptual a sus divisiones inferiores. El Barsa de hoy se explica a partir de sus ideas que, con Pep Guardiola como mascarón de proa y alumno más aventajado, han sido mejoradas y enriquecidas.
Pero la contratación de Cruyff fue, en su momento, una decisión más política que deportiva. Josep Lluís Núñez, el presidente azulgrana de la época, se lo arrebató al principal grupo opositor en las elecciones del club, que por aquel entonces encaraba una delicada coyuntura. Sin mayor convencimiento ni empatía con el holandés, Núñez dio el paso más determinante en sus dos décadas de mandato.
El Cruyff entrenador deshizo paradigmas e instauró los cimientos del juego posicional del que Guardiola elaboraría una maestría. Su influencia llegó hasta la selección española, beneficiaria indirecta de esta cruzada. La dimensión de semejante aporte resulta inconmensurable. Bendito azar.
Tampoco Alex Ferguson, quien la semana pasada anunció el final de su epopeya de casi 27 años al frente del Manchester United, llegó con los avales debajo del brazo pese a su éxito en Escocia. Sir Alex afrontó un primer período oscuro para construir un imperio futbolístico pleno de títulos y nombradía.
Cuando en enero de 2001 la Federación Venezolana de Fútbol decidió entregarle el comando de la selección a Richard Páez, lo hizo sin estar convencida del paso que daba. El técnico era reclamado por los medios de comunicación por su buena campaña el año anterior con Estudiantes de Mérida en la Copa Libertadores, pero sus posturas, siempre críticas hacia el sistema, lo convertían en un personaje poco querido por los jerarcas locales.
Las presiones, sumadas a una campaña pobre en las eliminatorias al Mundial de Corea-Japón 2002 (3 puntos en 10 partidos), llevaron a Rafael Esquivel a aceptar una opción que en otras oportunidades descartó de plano. Nadie puede afirmar que en la mente del directivo estaba construir todo el fenómeno que derivaría de su decisión. A tal punto que, en agosto de 2001, en la víspera del choque premundialista contra Uruguay en Maracaibo, la sentencia de Páez había sido firmada en la capital zuliana: una caída ante la Celeste terminaría el incipiente ciclo del técnico más influyente en la historia del fútbol nacional.
Lo que sobrevino después de aquella velada en el Pachencho Romero es historia conocida. Páez llevó a la selección a niveles insospechados y fue el padre del boom que hizo de la Vinotinto un símbolo de cohesión y pertenencia sociales.
César Farías y su proceso lustroso, el sueño de llegar a Brasil 2014, la notoriedad de tantos jugadores venezolanos en el exterior tienen una deuda pendiente con el azar.
* Columna publicada en el diario El Nacional (13/05/2013)