El fútbol de los bajitos acabó con atávicos estereotipos. Despreciados por los cultores del juego físico y obligados a enfrentar contracorriente al sistema fueron, durante décadas, los segregados del resultado y el pragmatismo. Diego Maradona representó un grito aislado, reivindicador del genio, la habilidad y el centro de gravedad cercano a la pelota. Años más tarde los Messi, Xavi, Cesc e Iniesta se pusieron al frente del batallón de los chiquitos para ganar la guerra al prejuicio cuasi darwiniano de la supervivencia del más apto.
No hace mucho tiempo distintos seleccionadores obviaron el talento de Gabriel Miranda y Gerson Díaz, los dos mejores volantes del país en los años 90. Estandartes del Caracas FC, su papel en la Vinotinto se redujo a un puñado de convocatorias y la duda perenne de los entrenadores nacionales. Con Miguel Echenausi pudo ocurrir lo mismo, pero el hecho de desempeñarse como lateral izquierdo lo libró del tribunal inquisidor de la estatura.
Durante años se priorizó la envergadura y el porte por sobre la liviandad y la sutileza. Bajo ese criterio, distintos técnicos armaron la base de sus prototipos con elementos que respondían a esa característica. Ratomir Dujkovic, DT de la selección entre 1992 y 1994, tuvo mucho que ver con la premisa y, en buena medida, ese camino afectó a sus más inmediatos sucesores.
Con Richard Páez se rompió la cadena y, si bien fueron muchos los nombres de quienes le acompañaron en el proceso de transformación del equipo, allí estuvieron los Gabriel Urdaneta, Ricardo David Páez, Luis Vera o Ruberth Morán para iniciar una era en la que las magnitudes se cargaron de matices: el desequilibrio individual, la velocidad y la picardía pasaron a ser factores relevantes en la escogencia del material apto para competir.
La herencia queda claramente reflejada en el último llamado de César Farías. Una mirada rápida sirve para aglutinar a algunos de los representantes de esa raza singular: Tomás Rincón, César González, Luis Manuel Seijas, Yonathan Del Valle, Josef Martínez, Alexander González, Ángelo Peña, Rómulo Otero. Sin contar a los que quedaron fuera del convite y son convocados habituales como Roberto Rosales o Yohandry Orozco. ¿Qué lugar habrían ocupado todos ellos en el pasado? ¿Cuántos habrían sido tomados en cuenta?
El legado estilístico está a la vista. Páez esbozó el manual de maneras, reforzado por un importante componente emocional. Farías comenzó su ciclo plantando su propia bandera, acomodándose entre la dicotomía de la diferenciación y la coherencia. El tiempo ordenó los conceptos y la propia madurez del preparador hizo el resto.
La Vinotinto ha gozado del enorme beneficio de ese espacio en el que conviven la sofisticación y la inspiración. Allí, en esa zona entre lo tangible y lo etéreo, se hallan las señas de identidad actuales, las que permiten la convivencia entre los Oswaldo Vizcarrondo, Fernando Amorebieta, Grenddy Perozo, Andrés Túñez, Gabriel Cichero, Franklin Lucena o Salomón Rondón con la corte de duendes que se abre paso para renovar la irreverencia. Con el permiso de Juan Arango, figura que trasciende los discursos.
El porvenir estará condicionado por esta nueva dimensión, fruto de un trabajo continuado, el que une a Páez y Farías en un inédito proceso de doce años. Los sucesores están allí, a la espera de que el cambio generacional futuro les abra el camino. ¿Darwin Machis? ¿Juan Pablo Añor? ¿David Zalzman?
* Columna publicada en el diario El Nacional (11/03/2013)