Daniel Farías ha logrado con el Anzoátegui algo insospechado hasta hace poco: el reconocimiento como técnico por encima de su condición de hermano del seleccionador nacional. Desprenderse de una sombra así de pesada e influyente, para empezar a hablar con voz propia, exige dar un golpe rotundo. La valoración debe sobrepasar al prejuicio y el discurso adquirir sus propios matices. Que en la singularidad de la obra se distinga el trazo del autor.
El campeón dejó huella en el torneo Apertura y en la Copa Venezuela fruto de un proceso de algo más de tres años. El producto resultante fue un equipo flexible, rico en recursos tácticos, vigoroso y altamente competitivo. Reconocible, con picos altos en momentos clave y amplio en su propuesta: un menú a la carta dispuesto para cada exigencia.
Sin caer en contradicciones, Anzoátegui mostró elementos en su funcionamiento que son claramente trasladables al modelo vinotinto. Existen claras coincidencias en la idea y en su ejecución como en ningún otro caso conocido en el fútbol venezolano. No se trata de clones sino de puntos en común entre uno y otro. Hay diferencias en los intérpretes y ciertos detalles esquemáticos, pero la esencia encuentra muchas similitudes.
La forma de desplegarse en la cancha y aprovechar el terreno a lo ancho. El uso de las transiciones como arma ofensiva o la ocupación posicional para resguardar el territorio propio. La alternancia entre el juego directo y la elaboración para atacar a los rivales, midiendo los momentos precisos de ejecución. Incluso la búsqueda de la posesión como variante válida para conseguir caminos a partir de la tenencia y la administración racional de esfuerzos, como ocurrió en el choque contra Mineros de la antepenúltima fecha.
En algunos casos, los portocruzanos han sido una especie de banco de pruebas de la selección. Y, en determinados aspectos, hasta una versión mejor acabada. Las conexiones en el trabajo generan consecuencias evidentes: cuando un jugador aurirrojo se integra a la Vinotinto encaja sin traumas, reduciendo los tiempos de adaptación. Allí están los casos de Carlos Salazar, Francisco Flores, Evelio Hernández o Gelmín Rivas para ejemplificarlo.
El esquema es apenas un rasgo distintivo, hijo de los nombres propios. El grupo que lo ganó todo en la segunda mitad del año se edificó a partir de un 4-2-3-1, que se amoldó al 4-4-2 en situaciones puntuales. Aunque las estadísticas arrojen cifras incuestionables respecto al papel de los delanteros (el 74% de la producción goleadora recayó en el cuarteto Gelmín Rivas-Rolando Escobar-José Miguel Reyes-Robert Hernández) el movimiento nuclear de esta temporada estuvo en el paso de Evelio al mediocentro. Con un futbolista así, capaz de conducir a sus compañeros y tomar las decisiones que marcan las dinámicas de acción, la apuesta multiforme adquiere sentido. Algo parecido a lo ocurrido con la selección cuando Luis Manuel Seijas derivó, partiendo también desde el eje del mediocampo, en la pieza más importante para el futuro inmediato.
Por otro lado, si se analizan en detalle el juego de los extremos de Anzoátegui, la complementariedad con un nueve que funciona bien de espaldas, más la alternancia posicional entre Evelio Hernández y Escobar, se podrán encontrar otros canales de afinidad.
El vínculo sanguíneo entre los dos DT no los acerca necesariamente en su concepción futbolística. Su puesta en escena sí lo hace evidente.
Columna publicada en el diario El Nacional (03/12/2012)