El estadio Centenario de Montevideo encumbró a toda una generación de jugadores hace ochos años. En 2008 fue testigo del debut oficial de César Farías como seleccionador y el inicio de una transición que renovó a un grupo de históricos y le entregó el testigo a la grey del presente. Uruguay y su mítico recinto volvieron a aparecer el pasado sábado para presenciar el paso a la adultez de una selección que entusiasma al país, moviliza aficionados por todo el continente y alimenta con bases lógicas el sueño mundialista.
Juan Arango es el hilo que une cada uno de esos hitos. El capitán vinotinto simboliza la evolución y el carácter de un equipo que aprendió a competir. A partir de un liderazgo ejercido desde la disciplina y el silencio, Arango fue el mejor predicador de la idea de Farías y su principal valedor. Una vez alcanzado el convencimiento en la ruta a seguir, los obstáculos fueron cediendo terreno ante el empuje de las convicciones. Y el grupo se fue galvanizando en la medida que los resultados le dieron crédito al proyecto de su conductor.
El empate contra la Celeste ofreció más elementos para entender el grado de consolidación de la Vinotinto y su capacidad de adaptación a las distintas situaciones del juego. Primero ejecutó con solvencia el plan para desactivar al campeón de América hasta el gol de Diego Forlán. Allí mostró su rostro más pragmático, ocupando franjas, cerrando pasillos y minimizando el grado de influencia de los hombres más determinantes del rival. Después, cuando el marcador le impuso otras condiciones a su propuesta, apareció la versión más agresiva, implicada en la búsqueda del arco enemigo, llena de variantes para ocupar la cancha charrúa y cambiar radicalmente la dinámica del encuentro.
Cada pieza engrana y se complementa con las otras. La implicación colectiva trasciende al peso de las individualidades. Los egos ceden paso al bien común. Es así como se explica y debe interpretarse este presente.
Si Arango es capaz de sacrificarse para tenderle una mano a Roberto Rosales, con el perfil cambiado y a muchos metros de su zona de confort. Si Fernando Amorebieta pelea cada pelota como si fuese la última y Tomás Rincón se implica para jugar con dolor, se crea un ecosistema que rechaza todo aquello que se oponga al espíritu solidario del grupo. Esa condición, que no puede medirse con estadísticas, es una fuerza que empuja hacia el éxito.
Farías creció también al amparo de la selección. Ha sido una relación simbiótica que elevó el estatus del técnico nacional y lo llenó de crédito. Su método entró con sangre y pasó períodos duros, pero hoy vive la etapa más plácida en casi un lustro. Apartando gustos, la idoneidad del timonel no está sometida a debate.
Los jugadores elevaron los niveles de exigencia por el roce en ligas del extranjero y el DT correspondió con preparación y planificación a la altura de esas demandas. Unos y otros se obligaron a evolucionar, con el beneficio palpable para la selección.
Sin espacio apenas para disfrutar del punto logrado en el Centenario, llegará Chile para renovar el examen constante de las virtudes construidas. La eliminatoria obliga a no regodearse en la euforia. El pasado dejó suficientes lecciones para entender cómo se puede pasar del júbilo a la decepción en pocos días. Entender y trascender ese hecho es lo que puede marcar la diferencia entre animar la disputa por un objetivo y conseguirlo. Estos tiempos de madurez le dan alas al optimismo.
Columna publicada en el diario El Nacional (04/06/2012)