El manejo de las distintas personalidades que conviven en un vestuario es quizás el principal reto que afronta un entrenador. No hay método que pueda transmitirse sin una acertada gestión grupal, base en el trabajo de convencimiento y elemento clave en el compromiso de los jugadores con su conductor. Eduardo Saragó apostó por armar en Lara un plantel de generales en jefe, con heridas de batalla y decenas de medallas colgadas en el uniforme para alcanzar objetivos inmediatos. La estrella conseguida validó su apuesta y lo consolidó como estratega.
Lara sacó ventajas a partir de su propia preparación. Comenzó la puesta a punto antes que sus rivales y los resultados iniciales le dieron vuelo a su funcionamiento. Su once titular mantuvo una base inalterable desde el debut en San Cristóbal en agosto del año pasado y sobre esos mismos nombres armó la celebración en Puerto Ordaz, nueve meses después. Un factor diferenciador respecto a otros candidatos al título y una muestra de acierto en la elección de las piezas. Todas las apuestas fueron firmes, dieron rendimiento inmediato y se amalgamaron al servicio de una idea retroalimentada por preparadores y futbolistas. El técnico hizo mejores a sus dirigidos y estos enriquecieron los recursos de su conductor.
La madurez del campeón se forjó en su propia esencia. Comenzó su andadura como un equipo que arrollaba por su dinámica, gran poder goleador y vigor físico. Cerró el ciclo competitivo con menos ritmo pero con una capacidad de adaptación a las dificultades que le permitió superar lesiones, terrenos complicados y oponentes reforzados con más conocimiento sobre cómo jugarle.
En esa virtud para acomodarse a los obstáculos pesó mucho la experiencia y el conocimiento del juego de hombres como José Manuel Rey, Marcelo Maidana, Miguel Mea Vitali, Vicente Suanno o Rafael Castellín, todos sumados por Saragó a la causa guara. El proceso de adaptación se aligeró en las horas de vuelo de esa tripulación de históricos que a su vez favoreció a gente como Edgar Pérez Greco, Zamir Valoyes o Allan Liebiskind para potenciar su capacidad y, en algunos casos, alcanzar nivel de selección nacional.
Las estadísticas ayudan a esbozar la campaña admirable del batallón de Cabudare. Varios registros históricos se adosaron en el camino triunfante: los 28 partidos invicto para igualar la marca del Deportivo Portugués con cuatro décadas de vigencia; más del 80 por ciento de efectividad en puntos obtenidos, el mejor rendimiento en la historia del fútbol nacional; mayor cantidad de unidades en un torneo corto (igualado con Táchira y Zamora); más goles anotados en una temporada. Dígitos contundentes que explican una parte de la trama. La otra se escribió en el día a día, puertas adentro, para darle forma a un campeón robusto, inobjetable, que impuso su saber ganar y la implicación con un plan diseñado a la medida de las características de cada uno de sus elementos.
Saragó, a sus 30 años de edad, es el DT más joven en lograr una corona en Venezuela. Muchos de sus lugartenientes nacieron antes que él. Pero el liderazgo, ejercido desde el rigor y la coherencia conceptual, apartó los datos en la cédula de identidad y le dio sustento a su ideario, respetado a rajatabla por sus hombres. El éxito fue consecuencia del buen hacer.
Los buenos domadores no necesitan del látigo para someter a las fieras. En esta gesta del Lara, Saragó domesticó los egos de su vestuario para que dieran la vuelta olímpica guiados por su voz de mando.
Columna publicada en el diario El Nacional (14/05/2012)