Prepara la jaula y el señuelo con mimo. Se agazapa entre los árboles y observa a la distancia con la paciencia de quien disfruta la espera. Si la presa está en la sombra, elige un rincón iluminado y tibio; si el sol cae sobre las ramas, busca el contraste entre el follaje para no hacerse notar. El oído entrenado percibe el aleteo, los cantos, el andar suave sobre las hojas secas. Allí un turpial de garganta amarilla; más allá un cardenal hormiguero. Cuando la trampa encierra el vuelo del animal cautivo, el cazador celebra la conquista con aires de seductor triunfante.
Rafael Castellín cultiva el gusto por los pájaros con la misma fruición con la que perfecciona el arte del goleador. En la espesura del área adivina el rechace del defensor, ocupa el espacio baldío, anticipa la acción de sus rivales y propina el golpe letal. Los años le quitaron explosión pero lo armaron de recursos. Protege la pelota con celo, despista con su coreografía en cámara lenta, engañosamente desangelada, para luego pasar la guadaña que limpia la acción y termina en el grito que celebran sus compañeros y llena de perplejidad a sus enemigos.
Integró la gloriosa generación de Mar del Plata y con Ruberth Morán armó una dupla atacante que no tuvo reválida en la Vinotinto mayor. Debió ser parte del boom que cambió la historia, pero decidió no subirse a ese tren.
Sus más de doscientas celebraciones en el fútbol local le otorgan un lugar en la élite. Pudo haber hecho carrera en el extranjero como exigían sus condiciones únicas, pero disfrutó más del camino que del propio objetivo. La ambición siempre fue para él una cuestión de 90 minutos. Terminada la liturgia en el césped, la familia era Europa, la selección, el fútbol de otro nivel.
Para las nuevas generaciones es Castelo o el Huracán, ídolo del Caracas. Desde una perspectiva más amplia, su apellido debe figurar en el listado de los grandes delanteros venezolanos de todas las épocas.
Fue el mejor jugador del Lara campeón. Máximo artillero de la campaña, resultó determinante en el destino del equipo de Cabudare cuando muchos anunciaban el ocaso. Intervino en todos los encuentros, anotó tantos decisivos y resolvió partidos en momentos clave cuando correspondía dar un golpe de autoridad.
Las cifras fueron reveladoras: 2.616 minutos en la cancha (el 85% del total disputado por su club). 21 goles entre Apertura y Clausura, varios de ellos de hermosa ejecución y ninguno de tiro penal. 8 asistencias e incidencia directa en 4 acciones de falta recibidas que terminaron en anotaciones de pelota quieta. Estuvo implicado en el 47% de los tantos conseguidos por su cuadro, una influencia superlativa que lo hizo imprescindible para Eduardo Saragó, quien lo pidió expresamente cuando echó las bases de su proyecto.
Una estadística adicional: 11 de sus dianas fueron para abrir marcadores o definir resultados (empates o victorias), lo que añadió valor extra a sus notables dígitos. Y el bonus track: por segunda vez en su carrera culminó como goleador absoluto del campeonato coincidiendo con la obtención de la estrella. Nadie, en las últimas dos décadas, puede exhibir un logro semejante.
En su casa de Maturín abundan las especies de pájaros y en Barquisimeto tiene algo más de una decena trinando cada vez que regresa de un entrenamiento. En su afición hay mucho también de empatía. A sus 36 años de edad, Castellín sigue queriendo volar.
Columna publicada en el diario El Nacional (21/05/2012)