Construir un equipo campeón es un desafío a la inteligencia, la capacidad ejecutiva de los dirigentes y la gestión eficaz de los grupos. Son tres elementos que se vinculan y establecen una relación simbiótica, dejando de lado el azar como factor determinante. Nadie da una vuelta olímpica después de competir un año porque la buena suerte estuvo de su lado. Como argumento resulta peregrino en un deporte cada vez más tecnificado en sus diferentes áreas de influencia. Es cierto que la ausencia de alguno de los tres componentes de esa alquimia que genera títulos no siempre es óbice para alcanzar el objetivo, pero la armonía de los mismos asegura que el camino se allane y se potencien las posibilidades de éxito.
Armar planteles equilibrados en sus capacidades es el punto de partida. No se ganan campeonatos sin jerarquía, talento y carácter para sobrevivir en un entorno en el que sobran las presiones. Definir una idea y llevarla a cabo en función de esos recursos, es el paso siguiente. Que el cuerpo técnico logre el compromiso de sus dirigidos a partir del convencimiento y la sana convivencia, cierra el círculo. Los directivos deben procurar las mejores condiciones para salvar obstáculos que desvíen la atención del partido de cada domingo.
El fútbol venezolano cuenta con ejemplos que reproducen esa lógica. Con menos recursos y desarrollo que otras realidades, los ganadores repiten el molde que suele dar réditos en todos lados. Aquellos con mayor pericia para manejarse como empresas, aun en la precariedad del medio, acaparan las estrellas en sus camisetas. Incluso en los casos en los que esas iniciativas acabaron siendo experiencias de muy corta duración.
Cuando en la temporada 1991-1992, Marítimo y Caracas llegaron al duelo definitivo para determinar al campeón en la última fecha, la discusión previa se movía alrededor del oficio de los rojiverdes vs la condición de novel de aquel prototipo que daba sus primeros pasos bajo la administración de la familia Valentíner. La primera de las once coronas del Rojo llegó después de un triunfo 2-1 en el Brígido Iriarte que anuló el debate mediático y marcó el inicio de una dinastía. Aquel proceso sostenido de tres años que apostó por la juventud y se fortaleció con los galones de algunos nombres puntuales más un sólido respaldo en las oficinas, estableció una manera institucional de hacer que mantiene su vigencia y creció a niveles insospechados.
En esto no existen secretos. Hay excepciones para confirmar la regla como el Nacional Táchira de Carlos Maldonado o el Zamora de Chuy Vera que llegaron a la cima a pesar de convivir con deficientes gestiones de sus patronos. El destino de ambos fue la disolución casi inmediata de esos proyectos que ganaban en la cancha pero eran goleados por su propia ineficiencia gerencial.
Las ventajas en el presente apuntan hacia aquellos conjuntos que conjugan la sanidad económica, la creación de estructuras y el trabajo al servicio de procesos deportivos coherentes con garantías de sostenibilidad en el tiempo. Lara, Caracas y Mineros –no por casualidad en lo más alto del torneo Clausura– representan modelos que, a pesar de sus imperfecciones y con sus particularidades, persiguen esos paradigmas. La misma tabla clasificatoria expone a quienes se desviaron de esos derroteros o ni tan siquiera los esbozaron en sus planes de acción.
La ruta al título no es recta y hay que hacer paradas en cada alcabala, pero los que eligen moverse por atajos suelen perder el sentido de la orientación. Muchos, hasta desaparecer.
Columna publicada en el diario El Nacional (19/03/2012)