El talento supremo no es cuantificable. Los cinco goles de Lionel Messi al Bayer Leverkusen en la Liga de Campeones representan un registro impactante, pero apenas fue una demostración más de su inabarcable genio. No hay parámetro estadístico que mida la emoción. Aquello que produce cada movimiento, la plasticidad con la que el argentino termina una jugada o la velocidad inverosímil para ejecutar maniobras en espacios reducidos. Nada de eso tiene una representación numérica.
Tampoco es un valor tangible lo que despierta en quienes aprecian su arte en todos los continentes. Se trata de una popularidad vinculada más a sus virtudes que a su propio carisma. El reconocimiento nace del éxito. No es un producto del marketing futbolero que construye ídolos de barro para colocarlos en el escaparate del consumo globalizado. Mueve fortunas, es imagen de grandes marcas, pero nada se iguala a su impacto deportivo.
Messi personifica la fusión perfecta entre la estética del fútbol de la calle y el espíritu atlético que exige la competencia moderna. Sus capacidades son potenciadas por un colectivo que se retroalimenta: el funcionamiento de su equipo le dibuja las mejores condiciones para explotar en las zonas donde más daño puede hacer, y él es el finalizador perfecto de una agrupación coral que destroza paradigmas y ha derivado en referencia universal.
Pero hay mucho de inteligencia para entender el juego y margen de mejora en el número diez del Barsa. De ser una pieza desequilibrante que arrancaba desde la derecha y surcaba la cancha con diagonales que abrían franjas para la llegada de sus compañeros, pasó a ser un depredador del área desde su posición de falso nueve y un asistente punzante que ofrece pelotas de gol con la misma facilidad con la que define delante del arquero.
Los azulgranas revolucionan a partir de una propuesta que consagra la posesión y el pressing en terreno rival, y Messi reconfigura la estampa del intérprete estereotipado que antepone el músculo a la técnica. Sus compañeros de partida son parte integral de este cimbronazo que derribó tópicos y conceptos atávicos. Solo por su condición de mascarón de proa de toda esa grey de duendes que engrandecen tipos como Xavi, Iniesta, Cesc, Alves o Busquets, huelgan los argumentos para hacer de su figura un mito contemporáneo del balón.
Es normal que el debate sobre quién es el mejor futbolista de todos los tiempos se instale y adquiera carácter global. La visibilidad del Barcelona y del propio Messi es incomparable con la que tuvieron otros virtuosos. Hay más testigos de excepción que pueden certificar la magia y dar fe de la maravilla. La épica no se construye sobre relatos de viejos aficionados o a partir de borrosas imágenes en sepia, sino que ocurre en tiempo real y está al alcance de cualquier objeto tecnológico masivo. La leyenda se levanta entre chips y fibra óptica.
Sus 24 años de edad no son un obstáculo para elevarlo a la cumbre. La huella que ya ha sembrado lo hace dueño de un espacio al lado del póker que integran Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. No requiere saldar la deuda de la consagración en un Mundial como le exigen algunos. En un deporte colectivo como el fútbol, erigirse en campeón del planeta depende de factores que trascienden al aporte individual. Y no deja de ser un modo de ponerle cotas injustas a lo que Messi, con frecuencia inusitada, reafirma semana a semana sobre el verde césped.
Columna publicada en el diario El Nacional (12/03/12)