El fútbol venezolano aplaude la fuga de sus talentos como quien ve partir a un familiar, afortunado por el llamado de ultramar y las perspectivas de un futuro mejor. Algunos entienden el éxodo como progreso o evolución; pocos analizan lo que la diáspora incide en el nivel de la competencia interna y lo que eso limita el crecimiento del espectáculo. Los equipos reciben ingresos eventuales por la venta o cesión de su patrimonio sin que la reinversión redunde en estructuras. El dinero fresco se escurre en nuevos fichajes que no mejoran lo que se fue y el círculo vicioso se retroalimenta para llenar de obstáculos el horizonte.
Hay intereses que determinan y condicionan esta nueva realidad. Venezuela se abrió como mercado del balón y la debilidad de sus instituciones propicia que no haya cómo frenar la sangría. Con excepciones, son más los casos de jugadores que emigran antes de terminar su ciclo de formación, en condiciones poco favorables para su evolución profesional. Muchos regresan al país poco tiempo después y con frecuencia el tren no vuelve a detenerse en la estación que conduce al sueño.
La generación juvenil que clasificó al Mundial de Egipto 2009 representa un ejemplo paradigmático. Buena parte de esos valores recibieron ofertas para continuar sus carreras en el extranjero. De todos, solo Salomón Rondón –quien ya era ficha de Las Palmas– logró establecerse. Los otros hicieron el viaje de regreso con más pena que gloria y algún otro todavía batalla por hacerse un lugar en Europa, con el riesgo de ver perdido tiempo valioso en su progresión futbolística.
Están los que se marchan en una etapa de mayor madurez hacia destinos exóticos o con mínimas posibilidades de dar un salto de calidad en sus hojas de vida. La opción de ganar en divisas resulta siempre atractiva, aunque poco se mide el impacto a largo plazo que una decisión mal tomada puede acabar generando. Si bien hay agentes que manejan a sus representados con sentido común y legítimo interés en su bienestar, la norma es otra: el intermediario busca sacar tajada lo más pronto posible y cuantas más transacciones pueda concretar con un mismo elemento, mejor. Se trata de exprimir al máximo el producto y para ello se vale de la endeblez de la dirigencia, amén de los pocos escrúpulos de quienes, en posiciones de poder, viven del fútbol y no para él.
Los equipos –y la Federación como ente aglutinador– deberían abogar por una norma que controle los traspasos y establezca regulaciones en la labor de quienes buscan el lucro con la compra y venta de jugadores. Es la mejor manera de fortalecerse. El caso argentino está muy al alcance como para no percibir la señal de alerta: el comercio desmedido de talentos estranguló a clubes de gran tradición y provocó que en 2011 ningún conjunto de ese país apareciera en la final de la Copa Libertadores o la Sudamericana. Un hecho inédito que desnuda las consecuencias de un enorme despropósito que nuestro entorno comienza a incubar.
La economía del torneo local atenta contra la huida constante de elementos hacia el extranjero, pero en eso también deben trabajar los implicados para robustecerse. Son muchas las vías para conseguirlo, pero muy pocos los intentos reales para crear un ecosistema sólido que beneficie a todos y no amplíe más la brecha existente entre la Vinotinto y el campeonato doméstico.
Por cada venezolano que triunfa en el exterior, hay decenas que no descubren el Nirvana en el intento. Con mejores narradores, es posible construir más finales felices.