Como ocurría siglos atrás cuando los indígenas que poblaban nuestras tierras eran obligados por los colonos a dejarse la vida para excavar minas o encontrar piedras preciosas en los ríos, el fútbol venezolano explota la veta de su talento y pica la roca con el hambre de un cazador de fortunas. No hay muertes cruentas que lamentar, pero la búsqueda de El Dorado sigue presente como utopía y su paso desenfrenado abre surcos en la aridez.
Espejitos por oro. Los jugadores son vendidos al exterior sin importar los ciclos de formación, el nivel de la liga a la que irán o el perjuicio que sufren sus clubes; a cambio, llegan al país extranjeros de medio pelo o expatriados que desandan el camino para buscar en Venezuela lo que no encontraron en ultramar. Aunque los implicados miran hacia otro lado como con ellos no fuese la cosa, los resultados internacionales desnudan una realidad en la que no caben los eufemismos.
La calidad del torneo interno ha ido en franco descenso desde la expansión, y el comercio de futbolistas, sin regulación ni sentido común, agrava el panorama. De allí que la selección haya perdido todos sus últimos desafíos cuando apeló a elementos del campeonato doméstico o que el Caracas diera la triste imagen que ofreció en Montevideo la semana pasada.
Desde que el Rojo accedió a los cuartos de final en la edición de 2009, ningún cuadro criollo superó la fase de grupos en la Libertadores y tampoco, a partir de la instauración del tercer cupo a disputar en una serie previa, ha habido camisetas venezolanas que la superaran. ¿Casualidad? El balance en la Sudamericana no es mejor y difícilmente lo será si acuden a disputarla conjuntos de la mitad de la tabla.
El problema no es físico. No se trata de que la preparación en ese apartado sea deficiente. Hace una década ese argumento podía tener asidero; en el presente, con preparadores capacitados en esas áreas integrados a los cuerpos técnicos, la aseveración dejó de tener sustento. El asunto está vinculado al estatus competitivo que una situación como la descrita genera. No hay suficiente estructura para soportar semejante diáspora y los capitales que ingresan por las transferencias internacionales engordan más los bolsillos de representantes e intermediarios que de las propias instituciones que negocian con su patrimonio.
La selección produce beneficios gracias al sitial alcanzado en los dos últimos lustros, pero se deja jirones de prestigio con cada derrota aunque no sean los generales de cuatro soles quienes salgan a la cancha. Al futbolista citado le atrae la vitrina y la promesa de un posible traspaso, pero se expone a quedar marcado después de una mala actuación. Lo mismo ocurre con los equipos, cada vez más lejos de la trascendencia continental y ciegos ante esta dinámica que los debilita.
El dueño del producto –y sus socios, lo sean o no de hecho– está en la obligación de preservar y fortalecer lo que tiene entre manos. La Vinotinto no es un recurso natural renovable.
Sí hay maneras de elevar la calidad del espectáculo y controlar la fuga. Robustecer el mercado interno es una; crear un órgano que rija el fútbol profesional y sea capaz, por ejemplo, de gestionar divisas preferenciales ante el Gobierno nacional como han hecho sus similares del beisbol y el baloncesto, otra. Sobran opciones pero falta voluntad.
En tiempos de masificación mediática, de hinchadas que crecen y menos clandestinidad, los espejitos no valen como moneda de cambio.
Columna publicada en el diario El Nacional (30/01/2012)