El día en que todo comenzó apenas hubo testigos. Cuando Venezuela le ganó a Uruguay en Maracaibo por las eliminatorias a Corea-Japón 2002 (2-0, goles de Ruberth Morán y Alexander Rondón) la asistencia al Pachencho Romero no alcanzó para que el entorno tuviese más cemento que rostros y palmas. Pasó una década. Lo que devino es letra escrita: la Vinotinto se convirtió en un fenómeno sociológico, en un símbolo de nacionalismo sin nacionalistas; en una bandera sin patrioterismos.
Cuando la Vinotinto pasó a ser patrimonio de los venezolanos, dejó de pertenecer a la dirigencia, al entrenador de turno o a los propios futbolistas. No hay demagogia en esto. Fue la gente la que llevó en volandas el cambio de la clandestinidad a la trascendencia. La que abrió las puertas al mar de patrocinadores y alimentó el negocio de las transmisiones televisivas. Sin ese consumidor entregado al producto selección, las ilusiones mundialistas seguirían siendo una quimera.
La Federación vive tiempos de bonanza. La apertura hacia nuevos y mejores métodos de autogestión es una manera acertada de rentabilizar el valioso bien que administra, especialmente si su propia estructura no es apta para manejarlo por sí sola. De allí que sea comprensible la cesión a terceros (como ha sido costumbre desde tiempos inmemoriales) de la organización de los encuentros de la selección. Pero no a costa de exprimir a la gallina de los huevos de oro. No al elevado precio de convertir a la Vinotinto en un espectáculo de élites, solo al alcance de los bolsillos más pudientes. Suya es la responsabilidad de establecer los límites.
La afición no puede cargar sobre sus hombros el peso de hacer rentable la inversión de los nuevos socios. Alguien debe ocuparse de proteger al hincha común de las agallas abiertas de los empresarios. Romanticismos aparte, lo más notorio de todo lo ocurrido en dos lustros es, justamente, aquello que no puede apuntarse en los libros de contabilidad. El mayor patrimonio de la selección es un valor intangible: el sentido de representatividad que genera en cada uno de los ciudadanos de este país. Un aspecto que no desconocen quienes explotan ese factor emocional para multiplicar sus capitales.
No se trata de un asunto baladí. Despreciar la relación entre la Vinotinto y el pueblo de a pie es un despropósito. Explotar al máximo las ganancias seguras del presente puede significar la quiebra futura. Alguna cabeza lúcida debería visualizarlo.
Lo ocurrido la semana pasada en el estadio Olímpico fue una señal. Los altos precios de los boletos para una puesta en escena impropia encontraron respuesta en el rechazo del público, que no llegó a adquirir ni la mitad del aforo. La indignación se reflejó también en protestas alrededor del escenario de la UCV y en algunas pancartas que fueron colocadas en su interior. Un aviso para lo que vendrá: con costos abusivos y extralimitados, se corre el riesgo de disputar algún choque de la eliminatoria sin la ventaja deportiva que aporta una masa entusiasta.
El objetivo de clasificar a Brasil 2014 está por encima de cualquier consideración. Nadie quiere perderse la posibilidad de subirse a ese tren en un momento único en la historia del fútbol venezolano. Pero, para que se ponga en marcha, no bastará que se ocupen solo los vagones de primera clase. El viaje será suspendido si el resto del pasaje no llena los asientos y le da empuje a la travesía. No los obliguemos a contemplar la escena desde los andenes.