El Barcelona de Pep Guardiola revoluciona los paradigmas del juego en cada presentación. Maravilla con su velocidad de ejecución y hace de la posesión del balón un factor que lo define: el equipo se organiza alrededor de la pelota. La lírica es consecuencia de la aplicación de conceptos tácticos y automatismos aprendidos desde las divisiones inferiores, que requieren intérpretes capaces de aunar las capacidades técnicas con inteligencia para entender la geometría de la cancha. A partir de estos preceptos, la mano del entrenador perfecciona variantes y estimula la tensión competitiva, fundamentales en el éxito de la idea.
La cifra de partidos consecutivos en los que el Barsa domina a su rival en la tenencia ronda los 200. Un dato, por sí solo, asombroso y contundente. Pero no es en ese aspecto puntual donde radica el cisma mayor que esta coral maravillosa genera en el mundo del fútbol. El aporte más significativo está en el menos promocionado: su talento defensivo. Entendido como una misión colectiva, cada elemento del mecano azulgrana ejerce una función específica en la tarea gregaria de recuperar la redonda. La presión sobre quien conduce y la ocupación lógica de los espacios para cubrir las eventuales líneas de pase, le dan sentido a los movimientos grupales y cuestiona el rol de los especialistas.
¿Por qué ha resultado tan poco traumática la transmutación del argentino Javier Mascherano de mediocampista de marca a central de garantías? ¿O los mismos giros puntuales hechos en su momento con jugadores como Yayá Touré o Sergio Busquets, todos volantes naturales? La razón está en la naturaleza misma de este Barsa y su dinámica singular, capaz de revolver dogmas y redefinirlos para beneficio de todo el que quiera aprovecharlos.
La novedad no anuncia la desaparición de los zagueros de toda la vida, pero sí establece un patrón mucho más completo y amplio de la demarcación. La visibilidad universal del modelo Barsa, avalado por resultados y títulos, abre debates entre entrenadores y analistas. Y pone a pensar a los propios jugadores, esponjas privilegiadas de este momento de evolución conceptual.
El fútbol venezolano cuenta con ejemplos, pasados y presentes, de nombres que cumplieron el papel de defensores solventes sin que ésta haya sido la posición con la que llegaron a la alta competencia. Noel Sanvicente debutó en Mineros de Guayana e hizo carrera después en Marítimo como delantero; el tiempo mermó su velocidad y lo fue retrasando en el terreno hasta derivar en destacado volante con Minerven y Caracas. Pero en 1997, en la antesala de su retiro, tuvo notables actuaciones como compañero de Saúl Maldonado en el eje defensivo del Rojo, camino a su cuarta estrella. Chita reunía en su disco duro el suficiente conocimiento del juego para cumplir la misión sin traumas.
Franklin Lucena es un caso mucho más cercano en el tiempo. La mitad de la cancha es su hábitat natural, pero tanto en el Caracas como en la selección se ha revelado como un central sólido, hábil en el manejo de los tiempos y muy buena salida de pelota. En el llanero se concentran las aptitudes innatas del mediocampista con la fina intuición de quien sabe los secretos del área propia.
En un ejercicio de imaginación, gente como Miguel Mea Vitali, Giacomo Di Giorgi o Tomás Rincón podrían hacer la transición del medio a la zaga sin que parezca un despropósito. Nadie que haya visto al Barsa de este tiempo se atreverá a llamarlo experimento.