El titular de un diario de Puerto Ordaz resumió la aparición en escena de Stalin Rivas en el fútbol profesional venezolano: “Un carajito estremeció el Cachamay”. Fue en 1987 en la vieja cancha sobre la que hoy se levanta el imponente CTE Cachamay. A los 15 años de edad, aquel zurdo de cuerpo esmirriado y cabello ensortijado tomó la alternativa contra el Caracas gambeteando rivales con el espíritu libre de los genios. Esa misma tarde festejó su primer gol: le hizo tragar un amague al arquero César Baena y corrió a celebrar con la hinchada de Mineros que aquel día descubrió al talento más grande que haya vestido jamás esa camiseta.
Para los predestinados, aquellos que se distinguen de la medianía y a los que se detecta en una primera mirada, no hay escenarios intimidantes ni rivales inalcanzables. Basta que se extienda el lienzo para que aparezca la magia que dibuje el trazo indeleble. La lógica se ve superada por el desafío de la inspiración y resulta inútil llenar de prosa lo que es puro discurso poético.
Los adjetivos sobran. Cuando aparece el distinto se activan los sentidos del espectador y lo inexplicable toma forma para que renazca el asombro. Sin videos manipulados; sin voces grandilocuentes de medios partidarios; sin un encantador de serpientes mercadeando oropeles para vaciar bolsillos incautos. El diferente irrumpe y abre todas las puertas sin tocarlas.
El mundo lo vivió con un Pelé adolescente en el Mundial de 1958. Maradona desparramaba rivales todavía con acné en el rostro. Y Lionel Messi maravilló al planeta sin llegar a la mayoría de edad. Pasó en nuestro país con Juan Arango, Daniel Noriega o, más recientemente, Yohandry Orozco. Con ellos no había que hacer preguntas: las respuestas aparecían adosadas a la pelota en cada gesto.
Proyectar con los talentos supremos carece de sentido. El transcurso de sus carreras los obliga a convertir el ingenio en títulos y gloria. Algunos asumen con éxito la dicotomía; otros claudican o se rebelan ante aquello que hace del juego un negocio.
Fernando Aristeguieta forma parte de esta raza de elegidos. La semana pasada, en el estadio Olímpico caraqueño y contra Mineros, floreció un delantero de tranco largo y velocidad de rayo. Sutil y percutor implacable en igual proporción. Conocedor de las ventajas de su porte gladiador para soportar el embate de los defensores, tanto como inteligente para atacar el espacio libre y marcar la línea de pase. Socio en los circuitos de circulación de su equipo y finalizador eficaz de la orfebrería. La pluma que vuela libre y el martillo que rompe muros.
El “Colorado” anotó dos goles de hermosa factura. El primero, luego de descargar para no darle ventajas a su marcador y rematar en un toma y dame con Angelo Peña que se la sirvió de taco; y el segundo, tras rechazar un córner en su propia área, picar 90 metros y hacer una pared de vértigo con Alexander González para cruzar al arquero. Dos joyas.
No fue en su partido de debut. Con 19 años ya está en su tercera campaña como profesional, se bautizó en las redes a los 17 y superó una rotura de ligamentos en la rodilla izquierda que lo marginó durante 9 meses. Heridas de guerra que lo curtieron y aceleraron la madurez con la que ahora reclama un lugar en la selección. Todo pasa rápido para quien lo observa, no tanto para quien vive su evolución con el desenfado del que se da la mano a diario con su duende.
“Un carajito estremeció el Olímpico”. La historia de Fernando Aristeguieta ya tiene título para su prólogo.