El mercado del fútbol venezolano se mueve con anuncios diarios en los medios y un tráfago constante de nombres que, como en los tiempos de la conquista del Oeste en la fundación del territorio estadounidense, se trasladan en hordas hacia aquellos lugares en los que el brillo del oro anuncia tiempos de vacas gordas. Hace algunos años el destino era Maracaibo; más recientemente, Caracas, Puerto Ordaz, San Cristóbal o Puerto La Cruz. Hoy la promesa dorada llega desde Barquisimeto, ciudad en la que el C.D. Lara refunda ilusiones con su chequera inagotable.
La ecología del torneo local sufre con este trasiego que arrasa con la pasión de los hinchas y la estabilidad de los clubes, sometidos al vaivén de dirigentes enceguecidos y cortoplacistas. Zamora ganó el pasado Clausura y se erigió en el equipo de moda con una propuesta de juego innovadora y fresca. Semanas después se reconstruye bajo las cenizas, con la base de su plantel y todo el cuerpo técnico mudados a otros lares.
Pocos apuestan por proyectos que garanticen más que una estrella. La racionalidad no abunda en las cabezas de los directivos, desconocedores de la dinámica de este deporte y presa fácil de los representantes e intermediarios, cuyo apetito voraz huele la sangre donde quiera que se derrame. Los capitales aparecen y desaparecen sin que medie un control sobre su origen. Es vox populi la firma de contratos mixtos (en dólares y en bolívares) cuyos valores desafían a la lógica. Se convive en una realidad hipertrofiada, con mano de obra sobrevaluada y complicidad en negociados que pisotean la ética: ¿cuántos jugadores y entrenadores arreglaban contratos con nuevas divisas mientras competían con las camisetas que asumían sus salarios y apostaban aún por objetivos deportivos?
La pasada temporada dejó aspectos positivos en cuanto al crecimiento del campeonato. Plazas que dieron pasos hacia adelante, conjuntos que alcanzaron metas relevantes con presupuestos austeros, y un incremento notorio en las asistencias gracias a la mayor visibilidad mediática ganada por la presencia constante de hasta tres canales de televisión. Pero todo eso no justifica –ni sostiene– semejante derroche. Todavía no apareció el primer club que pueda demostrar autogestión y solidez financiera. Y en este proceso la Federación, como ente aglutinador y autoridad máxima, debe establecer un orden so riesgo de perder autoridad sobre lo que pasa.
La solución debe ver la luz en la propia dirigencia. Sincerar presupuestos, proteger a aquellos que se conducen bajo parámetros racionales y procurar la igualdad competitiva son aspectos que deberían copar los primeros lugares en la agenda de acciones. Manejar el torneo con criterio de libertad de mercado comporta más peligros que beneficios. Con la intervención de los dineros públicos, el equilibrio y la libre competencia pasan a ser entelequias. Sin empresas saneadas, administradas con propiedad y controladas en su gestión, la amenaza de quiebra, insolvencia e inestabilidad rondará por las oficinas de los equipos de primera división sin que haya a quien exigirle responsabilidades.
El ruido de los nuevos fichajes. Las expectativas que generan en los aficionados. El efecto multiplicador que el periodismo añade a cada anuncio. Todo forma parte de un juego ficticio y pernicioso que, contrario a lo que pueda parecer, no habla de progreso. Al mercado le hace falta un ente fiscalizador que garantice el crecimiento y promueva la convivencia igualitaria entre sus actores.