El Barcelona cerró otro año entre festejos. Son 10 de 13 posibles desde que Pep Guardiola asumió el mando culé. La estadística solo certifica una evidencia: este equipo de autor, innovador y revolucionario, está cambiando el juego y muchos de sus paradigmas. Por encima de sentimientos partidarios, su paso por la historia marcará un punto de inflexión. Este deporte no podrá ser analizado jamás de la misma manera. Hay una forma de hacer que trasciende todo lo anterior. La simbiosis entre estética y eficacia nunca fue tan perfecta.
¿Dónde está ese punto en el que los triunfos pasan al plano anecdótico para dar paso al hito? El sistema es solo una referencia. No es en la táctica donde se centra el revuelo. Los ejecutantes son parte esencial del fenómeno, el punto de partida que le da sentido al proyecto, pero no la raíz. El sistema de divisiones inferiores del club, ordenado y concebido alrededor de un idioma único que absorben sus jugadores, otorga una base futbolística que facilita los procesos. Pero tampoco está en La Masía el secreto de aquello que hace de este Barsa un equipo referencial.
Guardiola incorporó un elemento diferenciador que se añadió a un ideario cultivado durante dos décadas: la presión constante y sistemática en terreno rival, llevada a niveles inconcebibles de perfección. El achique como estrategia para la recuperación de la pelota, basado en un manual de estilo que juega con la geometría de la cancha para establecer superioridad numérica en todos los sectores. La gran virtud de este mecano azulgrana, lo que lo hace singular y marca una tendencia universal, está en cómo defiende más que en cómo ataca. Esa voracidad para no ceder la iniciativa establece, a su vez, la metodología de entrenamiento: desde el trabajo físico, pasando por los períodos de descanso y hasta la elección de las piezas, se fundamentan en esta premisa.
El valor del esfuerzo se suma a la virtud en la elaboración. Guardiola incorporó conceptos a su librillo fruto de las experiencias vividas fuera del ámbito en el que se formó y del que es un símbolo. De allí parte una visión que no se limita a regodearse en el dominio, sino que estimula el compromiso grupal para que el sudor acompañe y complemente el ejercicio creativo.
El Barsa deslumbra por cómo mece el balón a lo ancho del terreno. Es una búsqueda paciente del espacio libre que permite, en un rapto de ingenio y comprensión suprema del juego, ganar profundidad. Sus intérpretes son orfebres obcecados por construir una obra en permanente evolución. No hay techo establecido aún para un grupo de futbolistas brillante. Y cuenta con Lionel Messi, el mejor del planeta, fruto de esa magia que potencia al duende. Lo individual se sublima al espíritu gregario, pero no deja de aparecer la maniobra inspiradora que establece el caos y modifica la dinámica de los partidos.
La propuesta coral azulgrana despierta admiración en el espectador y deriva en objeto de estudio de los entrenadores. Para los rivales es un desafío irresuelto hallar la forma de desactivar su funcionamiento; para quien lo ve a la distancia, resulta una tentación imitar sus preceptos.
Este Barsa enarbola la bandera de un fútbol con sello propio, cuya denominación de origen alcanzó prestigio global. Representa, en su puesta en escena, la innovación de mayor calado desde que Arrigo Sacchi, en el Milan de los 80, apareciera como el gurú del pressing y los automatismos. ¿Hasta dónde llegará su paso transformador? Guardiola y su corte de artesanos quieren seguir creando.