En el ajedrez jugar con las blancas implica una obligación: ejecutar el primer movimiento marca un plan de ataque ceñido a una estrategia. Quien tiene las negras diseña una defensa que se va ajustando a los movimientos del rival. Conseguir las tablas es un logro supremo. Ganar la partida, en esas condiciones, suele derivar de un movimiento maestro o del usufructo máximo de una mala elección de quien está obligado a llevar la iniciativa.
El fútbol puede plantear similitudes en este sentido. No es común que los partidos se disputen de poder a poder. Lo normal es que alguno tome el papel de cortejar al juego y otro el de desmontar la serenata. Proponer se asume como un término que alude al atrevimiento, a tener la pelota y pensar en el arco rival; pero también propone quien minimiza el potencial de su oponente con armas legítimas y exprime al máximo sus fortalezas. ¿No fue eso lo que logró el Táchira de Jorge Luis Pinto en el primero de la final contra Zamora?
Los lugares comunes se disparan en los análisis sobre estas aparentes dicotomías. La realidad indica que hablamos de un deporte que siempre debe pensarse en dos dimensiones: atacar y defender. Para ambas se requiere de talento y es responsabilidad del entrenador detectar cuál es el perfil idóneo que debe darle a su equipo a partir de sus propias señas de identidad.
La cara de los conjuntos es maleable. El técnico marca una manera de hacer y la definición del estilo muchas veces se vincula con la historia. Cuando esto sigue una línea lógica (el Inter de José Mourinho, por ejemplo) el aficionado no lo resiente. Cuando, en cambio, la escogencia choca con la tradición (el Real Madrid de Fabio Capello, o esta versión reciente de los merengues comandada por el propio Mourinho) se produce un cortocircuito que suele traer consecuencias negativas en el corto o mediano plazo.
Que Táchira haya elegido encarar el enfrentamiento con Zamora desde el fortalecimiento defensivo, no contradice su tradición ni genera un rechazo generalizado entre sus parciales. Contrario a lo que marcan los tópicos, su gente valora conceptos como la garra, el esfuerzo y la consecución de títulos por encima de eso que, absurdamente, se define como “jugar bonito”. Y no es un asunto del que se avergüence, ni una negación a su solera.
El Aurinegro se acercó al lirismo de la mano de Carlos Horacio Moreno y una generación que invitaba a entender el fútbol desde la estética. William Méndez, Carlos Maldonado, Miguel Oswaldo González o Laureano Jaimes definieron una manera de hacer que todavía se recuerda. Fueron los tiempos de la explosión tachirense con los triunfos en Copa Libertadores y su dominio en el torneo local, con Pueblo Nuevo a reventar y una química especial con la gente.
Pero Táchira ganó más estrellas siguiendo otras propuestas y eso también forma parte de su legado. Walter Roque, Raúl Cavalleri o Carlitos Maldonado dieron vueltas olímpicas con cuadros inolvidables para el hincha pero de escasa recordación para el resto, lo que no le sustrae ni un ápice de mérito.
Pinto no traicionó ninguna filosofía. El colombiano entiende el fútbol como un reto en el que nada se aprecia más que la victoria y no se clava puñales sosteniendo otra cosa. Comprendió a tiempo lo que la grey aurinegra aprecia y actuó en consecuencia. Reconstruyó su proyecto, magullado por el fracaso en la Libertadores y el Clausura, con el compromiso incontestable de sus dirigidos. Propuso y seguirá proponiendo aunque se sienta más cómodo con las negras.