Si José Mourinho fuese pintor muchos, entre los que me incluyo, no colgaríamos jamás uno de sus cuadros en la sala de nuestras casas. Pero unos cuantos, de los que también me hago parte, iríamos a ver su obra a un museo y reconoceríamos su valor. No es cierto que al entrenador del Real Madrid se le quiere o se le odia; existe un sentimiento intermedio: la impasibilidad. Entre el blanco y el negro cabe ese tono gris que lo reconoce como extraordinario estratega y gestor de grupos humanos, pero que apenas se emociona con sus equipos.
El fútbol es una expresión estética y, como tal, está revestido de subjetividad. Allí está el núcleo de su riqueza. Aunque lo lírico y lo utilitario polarizan este deporte, la eficacia se convierte en el elemento mesurable que le da a cada expresión –y a la inmensa cantidad de otros modos de interpretación que caben en el medio– su verdadero lugar respecto a la otra. La satisfacción del aficionado se centra en este aspecto. La piel del hincha puede preferir el dulce cosquilleo de la belleza o el ardor y la adrenalina del vigor, el temperamento y la lucha. Pero, siempre, se irá contento a su casa si su equipo ganó. Lo demás es simple retórica.
La discusión entre modelos y filosofías de juego encuentra hoy su punto más efervescente en el antagonismo Barcelona-Real Madrid, que desde este miércoles tendrá dos nuevas excusas para el debate cuando se enfrenten en la Liga de Campeones de Europa. Los blancos le dieron validez al pragmatismo de su entrenador con la conquista de la Copa del Rey la semana pasada; para los azulgranas, el resultado futuro no pondrá en riesgo un estilo suficientemente laureado en las últimas dos décadas. Pero tuvo que ganar para conseguir ese reconocimiento.
Cuando en 1990 disputó la final del mismo torneo contra el mismo rival y en el mismo estadio, el resultado apareció como condición impostergable para garantizar la continuidad del entonces técnico culé Johan Cruyff. El triunfo de aquella vez y todos los que vinieron en el lustro siguiente, le dieron alas al proyecto del holandés, alma mater de un fútbol y un sistema de trabajo en su estructura de divisiones inferiores que maravilla al planeta entero.
Zamora, en el medio local, es un ejemplo de cómo se pueden fundir los conceptos de estética y eficacia. Juega bien, estableció un patrón que prioriza el buen trato de la pelota y la afinación de los automatismos, y se impone sobre sus rivales con autoridad y contundencia. El discurso trasciende a la palabra y se transforma en hechos tangibles. Aquello que en un primer momento parecía verbo inocuo, derivó en consenso: nadie juega al fútbol en Venezuela como el Zamora de Chuy Vera. La poética dejó de ser solo un elemento evocador.
Hace escasos meses la ausencia de resultados y la inestabilidad económica hizo tambalear la empresa emprendida por Vera y sus colaboradores, cabezas pensantes del actual líder del torneo Clausura. De nuevo, la permanencia de una idea a merced del indiscutible peso de los números. Lo que hoy hace disfrutar a los seguidores del cuadro barinés y entusiasma a sus directivos puede quedar en simple anécdota si la vuelta olímpica en mayo no cristaliza el sueño. Injusto, pero así de rotundo.
Como en las calles de Mormartre en París, las pinturas de Chuy Vera se exponen a los ojos de todos y a bajo costo. Para llegar al museo del Louvre, tendrá que subir los cuatro escalones que le quedan por delante para obtener el certificado de autenticidad que le piden sus fieles.