El estilo es un concepto intangible. No puede medirse con estadísticas ni porcentajes. Tampoco la inspiración, el arrojo, la cobardía o el deseo. Aplicado al fútbol, tiene un fuerte componente subjetivo. Se vincula a gustos y valoraciones estéticas, pero existe y es un elemento fundamental que define a técnicos y jugadores. De la elección de un estilo depende la propuesta, el modo de jugar y las piezas que se elijan para ejecutarla. Despreciar su presencia implica la desnaturalización de un deporte esencialmente emocional.
Pep Guardiola o Johan Cruyff lo utilizan como bandera para explicar la filosofía del Barcelona. También Vicente Del Bosque habla de él como agarradera e inspiración de la selección española, campeona de Europa y el mundo. Sergio Batista, el actual seleccionador argentino, afirmó como declaración de intenciones apenas confirmado en el cargo que “el estilo no se negocia”. Y en esa línea la Albiceleste marcó un camino claro, que no depende de los intérpretes: intenta ser fiel a ese registro con Lionel Messi y todas sus figuras, o con un lote de aspirantes a un lugar entre los elegidos como ocurrió con el grupo que juntó para enfrentar a Venezuela hace algunos días.
Estilo e identidad pueden llegar a coincidir. Cuando se produce esa simbiosis aparece la magia y jugar bien puede derivar en eficacia, el nirvana de los entrenadores. El límite entre una idea y otra es apenas visible. Casi se rozan. Pero no son lo mismo. Mientras el estilo se asocia al director de orquesta, la identidad alude al espíritu del intérprete, a su esencia e individualidad.
César Farías, en la rueda de prensa que ofreció a principios de esta semana, subvaloró ambos términos, asegurando que era una cuestión “de gustos”. Que el estilo “dependerá del rival y de los jugadores disponibles” y que la identidad, aspecto que irremediablemente se vincula al ciclo de Richard Páez, era “el reflejo de la sociedad en la que vivimos”.
Sin una promesa de estilo clara y definida el funcionamiento se llena de obstáculos. La flexibilidad para poder asumir distintos esquemas y ajustarse a las necesidades de cada partido, no están reñidas con esa definición. Entender a qué se quiere jugar y cómo es básico para quienes deben materializarlo en la cancha; y lo es también para el propio preparador nacional, quien tiene la enorme ventaja de escoger lo que quiere en función de esos valores.
Una cuestión básica en la tarea de los seleccionadores es saber elegir. Los nombres que han sido la base de este proceso, apartando ensayos y renovaciones generacionales, cuentan con el consenso de la mayoría. Pero también es parte de la responsabilidad del timonel hallar la representación que mejor calce y potencie las características del talento que tiene a disposición.
Si el estilo al que apuesta el entrenador encaja con el fútbol que siente el jugador, el camino se allana y el duende aflora. También los resultados. No es una entelequia. Le pasó a Luis Aragonés en España cuando juntó a los “pequeñitos” (Xavi, Iniesta, Cesc, Silva) en contra de prejuicios y estereotipos; y Del Bosque tuvo la inteligencia y el sentido común de no alterar nada de ese ideario cuando se convirtió en la nueva voz de mando. Con una grey de menos lustre y nivel competitivo, Páez dio con la tecla y determinó un modo de jugar, hoy indefinido.
El país sufre por el destino de la Vinotinto porque ella lo representa. No porque vea en la selección un reflejo de la crisis, sino por la ilusión de mejorarlo. Eso es identidad.