lunes, 4 de octubre de 2010

Los últimos mohicanos

El fútbol, y sus constantes evoluciones tácticas, convirtieron al tradicional enganche en una especie en extinción. Al volante 10 se le acorta la vida al tiempo que ganan terreno otras demarcaciones, alumbradas por las necesidades que los nuevos sistemas imponen. No es solo una cuestión adherida a la especulación de técnicos resultadistas; también es la consecuencia de las propias soluciones que estrategas con una concepción distinta del juego han pergeñado para contrarrestar el efecto del talento ofensivo.

Ese mediocampista que se mueve por detrás de los delanteros, habilidoso y clarividente para conseguir el espacio imposible y dejar al atacante mano a mano con el arquero, naufraga en las pizarras de cientos de entrenadores agobiados por la presión de ganar y el miedo a perder. No es una crisis de genio. El enganche subsiste, pese a todo, pero el establishment aborta su permanencia en el tiempo. La pausa no pasa de moda aunque a muchos preparadores les cause repelús justificarla. Quizá porque ellos tampoco la tengan.

Se exhorta el frenetismo, la velocidad de circulación, el ritmo. Se hacen constantes apologías de la sincronía en los movimientos defensivos, la maleabilidad de los futbolistas para asumir distintas responsabilidades en un mismo partido y lo bien que se reagrupa un conjunto -con el borde de su área como referencia- para estrecharle las franjas de movimiento a su oponente. Matizar la cadencia y cambiar la dinámica con un solo pase, ha ido perdiendo valor como ardid. Acaso porque también dejó de ser una necesidad.

En una época abundaron y no podía entenderse el juego sin su presencia. Hoy son una excepción. Juan Román Riquelme portó esa bandera y revitalizó el puesto en su momento; Mesut Ozil le da vigencia en el Real Madrid y la selección alemana, muchas veces contra natura. 

En el fútbol venezolano hay dos elementos que realzan el valor del Diez con sus actuaciones de cada jornada. Los colombianos Sebastián Hernández, de Táchira, y Mauricio Romero, de Estudiantes de Mérida, representan al enganche por antonomasia. Ambos elaboran, conducen y marcan el tempo de sus equipos. Son, también, un rasero para el resto de sus compañeros: si tienen una buena tarde la evaluación será generosa; si gravitan poco, obran como un resorte para las críticas. Jamás pasan inadvertidos.

Hernández ha sido fundamental en el excelente arranque de Táchira. En el esquema del DT Jorge Luis Pinto suele ubicarse por delante de una línea de tres volantes de marca, con tendencia a caer más sobre el sector derecho. Desde allí arranca en diagonal para buscar la mejor opción de descarga, con dos delanteros movedizos que se le ofrecen en el último cuarto de cancha. Y es una muy buena catapulta para los contragolpes, el arma que mejores dividendos le ha entregado al Aurinegro en el actual torneo Apertura. Su tara es que muchas veces espera la pelota al pie y puede llegar a diluirse si el choque demanda brega y un mayor compromiso colectivo.

Romero aporta mayor recorrido en su zona, amén de una notable pegada en la media distancia y las jugadas de pelota quieta. Participa contantemente de los circuitos de elaboración y tiene temperamento para ofrecerse cuando los duelos se traban en el medio. Siempre es un desahogo y una solución para el prototipo con el que Rafael Dudamel da sus primeros pasos en la dirección técnica.

Como últimos mohicanos de una posición que todavía cuenta con ejecutantes excelsos, Hernández y Romero reivindican su papel de estetas de la pelota y gendarmes del buen gusto.