La previsibilidad y la sorpresa son dos conceptos antagónicos que, en el fútbol, establecen diferencias básicas en el funcionamiento de los equipos. Si los movimientos en la cancha pueden predecirse; si falta la explosión individual que rompa con lo establecido y dé lugar a lo impensado, desaparece el desequilibrio. La dinámica del juego exige que los planteamientos que esbozan los entrenadores se alteren constantemente. Y en ese ejercicio de maleabilidad, los esquemas son una guía inicial para establecer un orden que el ejecutante debe estar dispuesto a transgredir constantemente.
¿Cuál fue la diferencia fundamental entre la selección que enfrentó a Colombia –en el primero de los choques de la última fecha FIFA– y la que se midió a Ecuador cuatro días después? ¿O entre el Caracas de los primeros 45 minutos contra Táchira en el más reciente clásico y la versión mejorada del complemento? En ambos casos, fuera del debate sobre los dibujos tácticos empleados, hay un factor que resulta determinante: la movilidad. Fue allí, en esa especie de libertad condicionada de los intérpretes, donde radicó el contraste entre las dos lecturas.
Si un técnico ve cómo su rival se repite en cada incursión ofensiva tendrá más facilidades para desactivarlo. Quien defiende busca fijar las referencias: el central quiere tener bien ubicado al nueve; los laterales prefieren librar duelos de uno contra uno con volantes o extremos que no abandonen las rayas; y para un mediocampista de marca, nada mejor que oponentes estáticos que no exploren las franjas libres entre sus espaldas y la línea de zagueros.
La pelota marca el tempo de los partidos. Sin movimiento constante no hay velocidad en la maniobra. Y, sin velocidad, resulta alto improbable que haya profundidad en quien ataca. Así, las posibilidades de éxito del que plantea desafíos con sus conjuntos muy cerca del límite del área grande, son mayores. Se espera a que quien conduce, sin elementos para lo imprevisto, divida la pelota y conceda espacios para contraatacarlo.
En su enfrentamiento contra Colombia, la Vinotinto fue neutralizada con prontitud porque su propuesta no tuvo matices. El 4-3-3 acabó siendo monorrítmico y plano. Un libro abierto con final previsible. Salomón Rondón hacía sencilla la labor de los marcadores centrales; Alejandro Guerra y Ronald Vargas enviaban un manual de instrucciones cada vez que caían por los costados; y ni Ángel Chourio ni Juan Arango aportaron superioridad numérica para plantear otro tipo de retos. Sin embargo, contra Ecuador hubo cambios de dibujo, nombres y actitud que mejoraron a la selección. Miku y Emilio Rentería descuadernaron a los defensores con sus movimientos constantes, y los circuitos de circulación del balón, con Luis Manuel Seijas y César González entrando y saliendo constantemente de la zona del enganche, encontraron siempre una opción clara para el pase. La diferencia estuvo en los compases, no en la partitura.
Cuando Darío Figueroa y Jesús Gómez buscaron puntos de conexión entre ellos y abandonaron la pasividad de la línea de cal, Caracas fue otro en el clásico contra Táchira. La adición de los laterales, que permitió añadir diagonales y abrir carriles, sumó para complicar la labor defensiva del Aurinegro, superado en una segunda mitad en la que sufrió con la dinámica de los rojos.
La movilidad se trabaja y se ordena desde los banquillos. En ella se engloban los automatismos y la espontaneidad. También, es una buena medida del tono físico de las escuadras. En todos los casos, empero, requiere del compromiso grupal con una idea. Y mucho sacrificio.