lunes, 25 de enero de 2010

El fútbol socializa la gloria


El Barsa exhibe un fútbol coral que maravilla al planeta. Los títulos refrendan una idea que traspone el lirismo y premia la pulcra puesta en escena de una propuesta estética que conforma tanto a idealistas como a pragmáticos. Lionel Messi acapara los trofeos individuales y se sube al Olimpo, con el consenso de todos los dioses. Pero el efecto azulgrana le otorga también un lugar a los gregarios del argentino, en muchos casos talentos supremos que florecen al amparo de un colectivo sinfónico, cuya música alcanza poderosos efectos globales; en otros, ejecutantes que abandonan la medianía iluminados por el aura mágica de los artistas.
El nombre de Messi se adosa a los de Xavi, Andrés Iniesta, Carles Puyol, Gerard Piqué, Dani Alves o Zlatan Ibrahimovic. Repartición equitativa de las plusvalías. La trascendencia entregada casi a partes iguales entre los miembros de un equipo de leyenda, cuyo techo no es capaz de determinar ni Pep Guardiola, arquitecto de este referente universal al que ya equiparan con los grandes cuadros de la historia.
Desligados de esa maquinaria aceitada y mítica, solo sobreviven a la exigencia los más aptos. Al propio Messi, el mejor futbolista del mundo en la actualidad, le ha costado ser quien es cuando cambia los colores culés por la camiseta albiceleste, aunque nadie se atrevería a discutir su supremacía entre los elegidos. ¿Pero qué habría sido de gente como Demetrio Albertini o Mauro Tassotti sin el respaldo del Milan de Arrigo Sacchi? ¿O de Johnny Rep, Rudi Krol y los gemelos Van der Kerkhof sin el Ajax de principios de los 70 o la selección holandesa del 74? ¿O de Jairzinho sin el inolvidable Brasil de México 70?
A la selección venezolana de Richard Páez le sobrevino un efecto similar. La generación que formó parte del boom vinotinto aportó su capacidad para generar un fenómeno social, con resultados deportivos impensados y el forjamiento de una especie de memoria ganadora de la que hoy se benefician las nuevas camadas. Exceptuando a Rafael Dudamel, quien ya se había hecho un nombre en el continente antes del despegue, todo un grupo adquirió nombradía a partir del proceso de más de un lustro que puso a Venezuela detrás del sueño mundialista.
Juan Arango y Giancarlo Maldonado pudieron imponer su calidad fuera del ámbito del seleccionado nacional, pero una lista mucho mayor se benefició del efecto dominó y consiguió insertarse en ligas de otros países con escaso éxito. Gente como Miguel Mea Vitali, Luis Vallenilla, Héctor González, Alexander Rondón, Ricardo David Páez, Gabriel Urdaneta, Leopoldo Jiménez, Andrés Rouga o Ruberth Morán, por citar los casos más significativos. Bajo el ala de la Vinotinto podían brillar; fuera, consiguieron más sombras que caminos luminosos.
Con la grey sub 20 criolla que disputó el Mundial de Egipto el año pasado, podría establecerse un nivel de análisis en esta línea. La socialización de las conquistas llevó a que elementos como el arquero Rafael Romo, el defensor José Manuel Velázquez o el volante Ányelo Peña consiguieran oportunidades de continuar con sus carreras, todavía incipientes, en el exterior. Otros como Pablo Camacho o Francisco Flores (capitán y estandarte de ese conjunto) no han contado con similar suerte y les ha tocado ser víctimas, en algunos casos, de pésimos manejos por parte de su club y su entorno cercano.
¿Quiénes podrán cimentar sus nombres fuera de esos espacios en los que adquirieron notoriedad y elogios? ¿A quiénes les tocará formar parte de ese exclusivo grupo de jugadores diferentes, capaz de saltarse los límites de la normalidad? El fútbol socializa la gloria, pero no garantiza pensiones vitalicias.