Miguel Echenausi tuvo que agacharse para vomitar después del gol agónico que le permitió a Venezuela empatar 3-3 con Estados Unidos en la Copa América de 1993. Fue una estampa llena de épica que generó un sonoro estruendo en el país. Eran tiempos de clandestinidad, de escasa trascendencia, de milagros sin el impulso de la fe. Veinte años después de la gesta en Quito, todavía resuenan los golpes a la puerta de aquel grupo de jugadores empeñados en entrar a la historia de un fútbol anodino y lleno de descreimiento.
Muchos iniciaron su vínculo con la selección a partir de aquel partido, transmitido en señal abierta y con escasos enviados especiales. La Vinotinto llegó al torneo luego de una preparación de varios meses que incluyó una dura gira por Alemania en pleno invierno. Ratomir Dujkovic, el técnico contratado por la Federación para iniciar un proceso de cambio, en buena medida como resultado del éxito de Dussan Draskovic en Ecuador, fijó como objetivo nuclear alcanzar el nivel físico de la alta competencia. Al tiempo, inició una renovación generacional en la que primaba la condición atlética.
Por aquel entonces la preparación física era un concepto desdeñado por los clubes locales. Los propios entrenadores se hacían cargo de la puesta a punto, con secuelas notorias cuando se competía internacionalmente. Solo Stalin Rivas jugaba en el exterior, lo que le permitió integrarse en aquel modelo a pesar de que muchos de sus atributos no eran especialmente valorados por Dujkovic. Pero fue una pieza esencial en aquel equipo.
El grupo se concentró en el hotel La Floresta de la capital ecuatoriana, un lugar modesto que pudo ser ocupado en su totalidad. Las relaciones con los pocos medios presentes eran tensas y el contacto con los futbolistas escaso. El debut terminó con derrota abultada (6-1) contra los anfitriones en el estadio Atahualpa. José Luis Dolgetta anotó aquella fría noche el primero de sus cuatro goles en la Copa, que lo consagraron como máximo anotador.
Cuatro días después en Ambato se produjo el empate a dos contra Uruguay, con una muy buena exhibición de Stalin y otro tanto de Dolgetta. El trámite dejó buenas señales. Hubo momentos de fútbol asociado, iniciativa y la sensación de estar cerca de un triunfo que solo quedó descartado a pocos minutos del final.
La tarde del 22 de junio comenzó gélida como todos aquellos días en la sierra ecuatoriana. El Atahualpa se fue llenando de a poco para ver a su selección, que enfrentaba a la Celeste en el encuentro que cerraba la doble fecha. Con un arbitraje deficiente del peruano Alberto Tejada que convalidó un gol ilegítimo de Estados Unidos, el primer tiempo fue una lápida sobre las esperanzas venezolanas: 2-0 en 45 minutos era un golpe contundente.
Ocurrió el milagro y los goles fueron llegando. Con el choque 3-0, Dolgetta anotó a los 68 y 80, pero la expulsión de Stalin dejó a Venezuela disminuida. La Vinotinto siguió buscando, ya aupada por los hinchas que en las tribunas se interesaron por el partido. Fue entonces cuando Pochito Echenausi se descolgó del lateral izquierdo, tocó y atacó el espacio para quedar mano a mano con Brad Friedel y reventarle el arco con un remate cruzado. En la tribuna su papá Ramón, también histórico de la selección que viajó por carretera hasta la mitad del mundo para verlo, se abrazaba entre lágrimas con quien tuviese al lado.
Venezuela acabó eliminada de la Copa dos días más tarde. El gol de Echenausi fue el flechazo que unió a muchos con la selección. La rareza de entonces es hoy uno de nuestros más sólidos símbolos de pertenencia.
* Columna publicada en el diario El Nacional (24/06/2013)