lunes, 18 de febrero de 2013

Morir y renacer

La del 20 de noviembre de 2007 fue una noche de ruidos y sables. Venezuela jugaba en el estadio Pueblo Nuevo de San Cristóbal su cuarto compromiso en las eliminatorias a Suráfrica 2010. Luego de ganar en Quito con el recordado gol de tiro libre de José Manuel Rey, cayó ante la Argentina de Lionel Messi en Maracaibo y más tarde contra la Colombia de Jorge Luis Pinto en Bogotá. Bolivia, dirigida por Erwin “Platiní” Sánchez, fue el rival al que había que vencer para seguir alimentando el sueño mundialista. 

Pocos imaginaban que aquella velada culminaría el brillante ciclo de Richard Páez como seleccionador nacional. La Copa América venezolana le dio a la Vinotinto su primera clasificación a cuartos de final y el país esperaba que África le recibiese con los brazos abiertos tres años después. Lo haría con la juvenil en 2009, pero eso forma parte de otro relato. 

El choque tuvo un trámite frenético. La tensión bajaba inclemente de los graderíos. Dos goles de Cafú Arismendi establecieron diferencias para la selección, pero los del altiplano dieron vuelta a la pizarra y a los 32’ del complemento ganaban 3-2. Luis Manuel Seijas, por aquel entonces figura de Táchira, apareció en el equipo titular. Fue el premio a su buena campaña con el Aurinegro y una avanzada de la renovación generacional que el propio proceso exigía. 

La sustitución de Seijas fue el detonante de lo que vendría. Desde las tribunas el grito a coro de “¡Saque a su hijo!” retumbó en el alma del seleccionador que se volteó hacia la afición para demandar respeto por quien había sido un elemento clave del boom vinotinto: Ricardo David Páez. 

Pocas veces se vio un ambiente tan pesado después de una victoria. El triunfo 5-3 con tantos de Alejandro Guerra y dos de Giancarlo Maldonado, no aquietó las mareas de la ira. En el aire se sentía una rara mezcla de euforia y desenfreno. La gente no sabía si celebrar o esperar al autobús para escupir su rabia irracional. Algo se había roto y no había manera de recoger los trozos. 

El desgaste de la relación entre el técnico, los hinchas y los medios de comunicación desembocó en la renuncia de Páez pocos días después. No hubo acto de constricción en la rueda de prensa post partido. Tampoco en las declaraciones que dio meses después tras un largo silencio. Ayer, en su regreso como DT de Mineros de Guayana al lugar que le bajó el telón a la etapa más trascendente de su carrera, prefirió el silencio para no hurgar en la herida. 

Aquel episodio marcó al preparador más influyente en la historia del fútbol nacional. Fue al exterior para entrenar a Alianza Lima y Millonarios de Bogotá. Recibió ofertas para trasladar su legado a otras selecciones. Creció como profesional y atemperó su carácter. 

El tiempo colocó las cosas en su sitio. Nada de lo que ocurre en el presente puede explicarse sin citarlo como protagonista esencial. Y hasta quienes intentaron poner tierra de por medio para establecer distancia con su poderosa impronta, hoy le reconocen cada una de sus medallas. 

El salto competitivo del equipo al que le dio notoriedad hasta la versión del presente ha sido enorme. Visto a la distancia, cuesta imaginar este período de tangibles expectativas mundialistas sin esa revolución que Páez llevó a cabo en sus siete años al frente de la Vinotinto. Podrían escribirse legajos enteros de gestas y fechas memorables, pero hay agradecimientos que quedan huérfanos de adjetivos ante el peso y la presencia misma de la historia.

* Columna publicada en el diario El Nacional (18/02/13)