Los torneos continentales proyectan una imagen certera de los clubes venezolanos: las vueltas olímpicas no son una garantía de competitividad internacional. Lejos de eso, cada título deriva en un suplicio. La gloria casera transmuta en sufrimiento y miedo escénico. Mal preparado, descoyuntado en su potencial, el cara a cara con el fútbol foráneo devuelve un semblante pálido. Anzoátegui lo acaba de sufrir en la serie de repechaje de la Copa Libertadores contra Tigre de Argentina. Y no hay nada que invite al optimismo respecto al destino de Caracas y Lara.
Las buenas actuaciones continentales son una excepción, una cita de la historia para adornar la previa de los partidos. El recuerdo de un resultado, de una clasificación a cuartos de final, de un día de fiesta en un estadio. Poco más. El declive ha sido progresivo y sostenido: desde 2009 apenas aparecen episodios merecedores de una reseña. El fin último de los equipos criollos se queda en casa. Traspasado el umbral del hogar, se desprecia el roce con lo externo.
Medir la grandeza por la cantidad de estrellas en la camiseta reduce la lectura a una estadística. Lo que contextualiza el estatus de las instituciones es la relación con sus iguales extra fronteras. Allí se miden las fuerzas, la salud deportiva y estructural, la capacidad para manejar con tino los recursos propios. Ampliar la mirada y entender que el crecimiento encuentra un techo cuando los objetivos se reducen a un título de bachiller y no a la excelencia universitaria.
Cada año la trama es parecida: euforia por una nueva medalla, poca planificación para el torneo suramericano que se avecina, malos resultados. Y vuelta a empezar con el ojo puesto en la sobrevivencia y no en la trascendencia.
Táchira engrandeció su leyenda a partir de las gestas contra Independiente de Avellaneda, Sol de América o Inter de Porto Alegre. El salto cualitativo que hizo del Caracas un fenómeno de masas encontró su sustento en la Libertadores de 2007. Las dos camisetas que aglutinan a las mayores aficiones del país crecieron en las arenas vecinas. Sin ese componente, imprescindible en otros contextos, la dimensión de los logros estará siempre desvirtuada.
¿Qué hicieron los conjuntos criollos para encarar este inicio de 2013? Los que mejor se reforzaron (Mineros y Táchira) no jugarán copas internacionales y aquellos que sí lo harán cuentan con planteles diezmados, disminuidos en su nivel competitivo. Cuadros con metas más modestas fueron capaces de fichar a extranjeros contrastados que no aparecen en los planteles del Caracas o del Lara. Un despropósito que adelanta vicisitudes en los meses por venir.
La coartada del bajo estatus del producto local vale como definición genérica, pero no como justificación de la pasividad en la asunción del compromiso externo. Por la propia estructura del campeonato nacional los equipos saben hasta con un año y medio de anticipación las citas que deberán encarar como derecho adquirido. Tiempo de sobra para planificar, armar planteles sólidos y apertrecharse. Pero la intención se desvanece en las arenas movedizas de una dirigencia corta de miras.
Suramérica es el espejo. Mucho de lo que proyecta nos ayuda a construir nuestro propio retrato robot. Si la imagen que nos devuelve habla de debilidad, de rostros famélicos y espíritus tristes, es mejor no voltear hacia otro lado. La luz del cristal solo es una metáfora, pero sirve como referencia para la revisión interna.
*Columna publicada en el diario El Nacional (04/02/2013)