Cuando el Caracas enfrente este jueves a Universidad de Chile en el estadio Sausalito de Viña del Mar iniciará su décima participación en la Copa Libertadores, a la que llegó hace 17 años y de la que ya es un invitado permanente. Lo hará fuera de Venezuela, un escenario en el que solo ha podido ganar tres veces y empatar otras tantas en casi dos décadas.
Fue el 16 de febrero de 1993, en la cancha del Nacional de Lima y ante Sporting Cristal cuando los rojos jugaron, de la mano de Manuel Plasencia, el primero de sus 28 partidos como visitantes en la Copa. Para los seguidores de la actualidad, el episodio puede asemejarse a uno de esos retratos decolorados a los que el paso del tiempo convierte en sepia el tono luminoso de la memoria y el recuerdo.
Aquella noche de martes, en el último suspiro del verano limeño, Caracas escribió uno de los capítulos más lustrosos e inolvidables de su historia. El monarca venezolano se instaló con días de anticipación en el hotel Sheraton con el rótulo de víctima colgado en los titulares de la prensa amarilla local. La gran atracción era la presencia en su plantel del mundialista chileno Juan Carlos Letelier, que la campaña anterior había sido figura de Universitario de Deportes, rival enconado de los celestes de Cristal.
El día previo al choque un grupo de militares venezolanos exilados tras el fallido golpe del 92 se acercó al bunker del Caracas para conversar con los paisanos y solicitar entradas. Varios de esos hombres acabarían formando parte de los posteriores gobiernos de Hugo Chávez. El clima de entonces era más cercano a la solidaridad que al rechazo y así lo manifestaban en la intimidad algunos futbolistas afines a una causa que sentían reivindicadora.
En la charla técnica, celebrada en uno de los salones del Sheraton pocas horas antes de salir hacia el estadio, Plasencia condimentó sus últimas indicaciones con un discurso motivador y Letelier pidió la palabra para reforzar la arenga, pintado con los colores de una guerra a la que llegaba con el pecho forrado de medallas.
Caracas saltó a la cancha con todos sus referentes: César Baena, Miguel Echenausi, Salizu Ibrahim, y la dupla Gabriel Miranda-Gerson Díaz, acaso el mejor tándem que recuerde el fútbol venezolano. Decenas de simpatizantes de la U, junto al puñado de golpistas expatriados, se ubicaron detrás de uno de los arcos para alentar a los visitantes.
El primer tiempo terminó empatado a cero y los jugadores de Cristal se fueron a los vestuarios silbados. Pero las chiflas derivaron en un gélido silencio a los 11 minutos del complemento: Gerson –una especie de Andrés Iniesta actual, con menos duende y más gol– recuperó una pelota en la mitad de la cancha y buscó a su socio de siempre. Gabriel Miranda retuvo el balón con aquel garbo de crack que lo distinguía, giró sobre su derecha y vio a Salizu arrancar a sus espaldas. El pase fue preciso y el ghanés cambió de ritmo para llegar a la línea de fondo, en la cara izquierda del área, y servirle el 1-0 a Letelier justo antes de recibir la patada artera que le rompió la rodilla y le apagó la magia.
Cristal se lanzó con arrebato a buscar el empate. Los minutos finales encumbraron a Baena, que descolgó los innumerables centros que buscaron sin éxito la cabeza del argentino Horacio Baldesari. El festejo fue sentido pero cauto: tres días después Caracas debía medirse a Universitario en el mismo terreno, en un choque que perdería 4-1 con el primero de los 11 tantos que Gerson Díaz convirtió en la Libertadores.
Desde esta semana el Caracas podrá añadir colores a su particular retrato copero. Para eso, debe preservar el pasado glorioso contra el deterioro del olvido.