El Caracas mostró en su reciente visita a la Universidad de Chile dos de los elementos que lo identifican en sus incursiones internacionales: la fidelidad a un estilo que le permite jugar con personalidad y manejarle la pelota al rival en su cancha; y, de forma paralela, la ausencia de jerarquía en lugares clave por un manejo gerencial poco acertado, que lo aleja de la verdadera trascendencia.
Los rojos llegaron a un punto de su historia en el que resulta obligatorio el siguiente planteamiento: mantener el club de “la pulga y el piojo”, suficiente para ganar los torneos locales y continuar clasificando a la Copa Libertadores, o asumirse como una institución moderna y con pretensiones reales de desarrollo, capaz de construir una estructura interna que se haga cargo de las áreas inexploradas hasta el presente.
En el primer caso, el fichaje de futbolistas de discreto cartel basta para sostener el objetivo. Para lo segundo, se requiere invertir a conciencia en la edificación de un auténtico cuadro grande. Los decacampeones no son hoy, en ese apartado específico, un conjunto muy diferente de aquél que adquirió Guillermo Valentiner por una cifra simbólica en 1988.
De la mitad de la cancha para atrás –y eso volvió a manifestarse en el partido del jueves pasado en Viña del Mar– el Caracas puede competir con cualquiera en una situación más o menos equilibrada. Del medio hacia adelante la realidad es otra: no hay jugadores que se distingan, que tengan genio y peso para definir los partidos. La solvencia y la mediocridad conviven en el armado de un plantel descompensado para asumir la Copa con las metas que exige su trayectoria.
Las mismas garantías que pueden ofrecer José Manuel Rey, Alejandro Cichero, Renny Vega, Franklin Lucena o Edgar Jiménez, contrastan con la inoperancia de Jesús Gómez, Alejandro Guerra, Rodrigo Prieto o Zamir Valoyes. Rafael Castellín o Darío Figueroa, cuya contribución en las glorias pasadas les otorga un crédito, no son elementos para sostener un proyecto que sobrepase el interés doméstico.
¿Alguien se habrá planteado en todo este tiempo lo que piensa Noel Sanvicente? Su responsabilidad en la estructuración del equipo es innegable, para lo bueno y para lo malo. Así como su capacidad está fuera de toda sospecha, resulta curioso que –bien sea por una cuestión de fidelidad institucional o por una característica propia de su carácter– apenas haya levantado la voz para exigir respaldo. Sí, respaldo de sus patrones en el armado de un grupo competitivo que, de paso, lo llene de motivaciones para encarar el día a día. ¿Puede un entrenador joven, que ha sido candidato a dirigir a la selección nacional, conformarse con seguir sumando estrellas al escudo bordado en la camiseta o ser motivo de inspiración en los cantos de su hinchada? ¿Le alcanzará con eso, por mejor recompensado que esté económicamente?
Sanvicente dotó al Caracas, en todos estos años, de una manera de jugar reconocible. Acumuló más resultados y trofeos que nadie, y en la versión de 2009 condujo a los suyos hasta los cuartos de final de la Copa Libertadores, logro inédito para la divisa. Lo lógico es que sus deseos lo lleven a pensar en hitos de más lustre, pero da la impresión de que en el club los sueños superan con amplitud la capacidad real para convertirlos en hechos tangibles.
A modo de parafraseo de la canción popular “ya no es por la gloria local, que ya la tenemos, ahora es la trascendencia internacional, dónde la hallaremos”. El camino para resolver el enigma parece muy claro. Dar el paso definitivo es una necesidad que ejerce presión constante sobre el equipo y su legado. Convendría asumirlo antes de que “la gata se coma al padrino”.